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Poética de la primavera

Llegó, por fin, la primavera y salimos del invierno. Este paso está supuestamente asociado al renacer, al revivir, brotar, abrirse, sentir nuevamente el calor y absorber la energía del sol. ¿Por qué, entonces, nos cuesta tanto, nos resulta doloroso? T.S. Eliot lo explicó mejor que nadie en La tierra baldía: “El invierno nos mantuvo tibios, cubriendo / la tierra con nieve desmemoriada”. Protegerse del frío en espacios cerrados, seguros, al abrigo de toda amenaza, puede ser más cómodo que salir al aire libre, al descampado, a la violencia de la vida que se abre paso. La sensación de felicidad omnipresente puede resultar opresiva, exasperante para quien no se siente a tono con la “maldita primavera”.

 

Hay un soneto de Petrarca que describe deslumbrado, a tono con el famoso cuadro de Botticelli sobre esta estación, el soplo vivificante que anima al mundo natural, cuando regresa Céfiro, trayendo consigo hierbas, flores y canto de pájaros. “Ríe el prado, el cielo se serena (…), / la tierra, el aire, el agua, repletos de amor / todo animal se apresta a amar”. Los dos primeros cuartetos del poema, musicalizados por Monteverdi (escuchar aquí), tienen una melodía alegre, ágil y ligera. Pero en la segunda parte el tono cambia, cuando el poema se vuelca hacia la subjetividad de un amante desdichado: “Pero para mí tornan en cambio los más graves suspiros”, y toda la dicha que me rodea me es “desierto, y fieras ásperas, salvajes”. Monteverdi musicaliza esta segunda parte con disonancias que imitan la inadecuación del sujeto a su entorno, su falta de armonía interna. Un motivo parecido resuena, en tono más ligero, en el estándar de jazz “Spring can really hang you up the most” (cantado aquí por Ella Fitzgerald):

 

All afternoon those birds twitter twit.

I know the tune: "This is love. this is it!"

Heard it before and I know the score,

And I've decided that spring is a bore!

 

(Toda la tarde los pájaros pían y pían

Conozco la canción: “¡Esto es amor, de verdad!”

Ya lo he escuchado antes, me sé la partitura,

Y he decidido que la primavera es una lata)

 

Desde otras latitudes más remotas, “Contemplando la primavera” del poeta clásico chino Du Fu contrasta también la fecundidad de la estación con la pena, en su caso asociada a la guerra destructiva y al contraste entre el orden de los ciclos naturales y el desajuste humano:

 

Región devastada, resisten montañas y ríos.

La ciudad en primavera, hierbas y árboles frondosos.

De pronto me conmuevo, lágrimas mojan las flores:

la pena de partir, un pájaro me encoge el corazón.

 

Todos somos un poco ese amante desdichado, esa soñadora que ya no se hace ilusiones, ese poeta de corazón encogido cuando llega la primavera y nos invita a abrirnos, a salir del ensueño invernal. No es fácil renacer, abrirse al cambio, y somos a veces como una cuncuna que no quiere volverse mariposa sino permanecer tal cual, arisca y espinosa, avanzando a ras de suelo. Baudelaire, maestro de la melancolía, describe en “El gusto de la nada” ese estado entumido en que tanto el amor como la disputa se han vuelto insípidos (“L’amour n’a plus de goût, non plus que la dispute”), en que los placeres ya no tientan a un corazón sombrío y arisco, en que “la primavera adorable ha perdido su olor”. Nada mejor para describir ese estado que el embotamiento de los sentidos del gusto y del olfato, los que más íntimamente nos conmueven, trayendo de vuelta sensaciones perdidas de manera involuntaria, incontrolable, sin distancia ni intelectualización posible.

 

Cada primavera nueva despierta en nosotros el recuerdo de otras primaveras ya perdidas, que no volverán, así como la certeza de que la primavera no dura: la sigue el verano con su calor implacable, y después otro otoño, otro invierno, y así, en un ciclo del que a veces sentimos ganas de escapar. Como Freud bien sabía, la alternancia entre placer y displacer, entre dolor y felicidad, en que consiste la vida, es difícil de sobrellevar, y la única forma de escape de ella es salir de la propia vida, conquistar el descanso eterno de la muerte. Es eso lo que hay “más allá del principio de placer”, y tal vez sea por eso que supuestamente en primavera aumentan los suicidios.

 

Yo mismo ando arisco, quejoso, espinudo y saltón, aunque no tengo penas de amor ni problemas de plata o trabajo ni enfermedad alguna, nada más que lo normal en todo caso. Pero es esa normalidad la que con el cambio de estación se vuelve más difícil de aguantar, ese yo que arrastramos cargado de obligaciones, pendientes, prejuicios y mañas. Habría que cortarse el pelo al cero, mandar a la punta del cerro a los jefes y los estudiantes, clientes e hijos que esperan que satisfagamos sus necesidades, poner a la venta todas nuestras propiedades y largarnos.

 

Seguimos, en cambio, agobiados por esa maleta pesada que somos, por ese equipaje que no logramos soltar. ¿Soluciones? No tengo, pero es bueno recordar que todo pasa, incluyendo esta antipática exigencia de felicidad, esta plaga pesadillesca de pajaritos cantando y flores que se abren repitiendo a coro “carpe diem” acompañados por los violincitos de Vivaldi. Nada más antipático que el imperativo de ser feliz, lo que una amiga hace poco en una conversación describió como “optimismo tóxico”, ante el que aconsejo no abrigarse en la amargura, sino tolerar con paciencia como a un invitado excesivamente locuaz o entusiasta sabiendo que después de un rato se irá y nos dejará en paz. 

 

Tal vez una salida para quienes sufrimos con la primavera sea no centrarse tanto en el viento ni en las flores, sino en la vida vegetal, la más secreta y la menos vistosa, en la savia que circula por dentro, en las raíces subterráneas. Mirando el tan manoseado y tan visto cuadro de Botticelli, me pasa que me cuesta identificarme con ningún personaje o concepto de su alegoría neoplatónica con ropajes mitológicos y cuerpos aéreos, idealizados. Prefiero, en cambio, adentrarme en el denso follaje contra el que se recortan esas ninfas, diosas, dioses, en las hojas de ese bosque de naranjos, pinos y laureles, en el espesor sombrío de sus troncos que se hunden en el suelo del que surge esa abigarrada variedad de flora, en el fondo oscuro del que surgen las figuras, las imágenes del sueño. Propongo, entonces, una primavera aterrizada, enraizada en la tierra, conectada con el inframundo, la muerte y los poderes oscuros de los que el mito griego nos recuerda que proviene todo renacer, la cara oscura sin la cual resulta insípido, o simplemente insoportable.

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