Poética de los juguetes
Tropiezo con ellos, desparramados por todos los rincones de la casa. Pequeñas piezas de LEGO, peluches, globos medio desinflados, una furgoneta de lata, un dragón enredado en una cuerda. Los días que mi hijo no está en casa, prolongan silenciosamente su presencia, o más bien subrayan su ausencia de un modo discreto, insistente. Se diría que me observan, que contemplan con distancia mis rutinas de adulto que escribe, cocina, lee, habla por teléfono e intenta poner orden, sin jamás conseguirlo del todo.
¿Tú tenías legos cuando niño?, me pregunta mi hijo, ¿y cómo eran? Sí tenía, le digo, me encantaban, pero eran más simples que los tuyos. ¿Dónde están? No sé, le digo, algunos se perdieron, otros están en la casa de la abuela. Claramente considera que él debería heredarlos…¿Por qué ya no tienes juguetes? ¿No queda ninguno? Le digo que queda el osito que le heredé: no le parece suficiente. Vamos a buscar si queda algún otro a la casa de la abuela, me propone.
Los adultos, le explico, ya no tenemos juguetes. Nos entretenemos con otras cosas, digo, como tocar música, leer libros, escribir, cocinar. Y me quedo pensando si no son juguetes todos los accesorios con los que llevamos a cabo esas actividades, si no es todo lo que hacemos un juego pretendidamente serio. Juguetes mi piano, mi ukelele, mi guitarra, mi teléfono, mi computador, mis libros...por cierto que lo son, en cierto sentido, pero algo les falta para serlo del todo. Los uso para ocupar el tiempo, me entretengo con ellos, pero también a ratos me sirven para trabajar, para comunicarme. Incluso los instrumentos musicales, con los que no tengo una relación profesional, los tomo con una determinación y seriedad que los alejan del juguete. Me dedico a practicarlos, los convierto en instrumentos, herramientas, modos de trabajo sistemático aunque sea el de sacar una canción o descifrar una partitura por el gusto de hacerlo. Un instrumento musical “de juguete” es uno que en principio no sirve para hacer música “de verdad” (aunque hay composiciones fascinantes para piano de juguete y videos musicales notables en que se ejecutan canciones conocidas solo con ese tipo de instrumentos).
Los juguetes son un mundo mágico, un mundo en miniatura que podemos construir y destruir a nuestro antojo. Un microcosmos diminuto, delicado, controlable. Tal vez la fantasía de los juguetes aterradores que cobran vida tiene que ver justamente con que el reverso de esta sensación de control es la sospecha de que pueden tener voluntad propia, y tratarnos a nosotros con la misma brutalidad que ejercemos hacia ellos.
Una clasificación tentativa de los juguetes podría dividirlos en: vehículos (autos, aviones, barcos), seres vivos (animales, insectos, figuras humanas y toda clase de monstruos), bloques y piezas para armar en general, desde una torre a un puzle. ¿Hay otras categorías? Los juegos de mesa no son, me parece, juguetes propiamente tales, aunque se juegue con ellos. Ni las cartas. Están los accesorios deportivos: pelotas, paletas, patines. Tampoco son juguetes: la disciplina del deporte los asocia demasiado con la seriedad, el desempeño competitivo, las reglas.
Es notable el rechazo violento de los niños hacia algunos juguetes. Mi hijo siempre se negó a interesarse en una figurita de Thor, martillo en mano, de pie sobre un montículo. Supuestamente, según cuenta siempre mi madre, yo de niño me indigné cuando me regalaron unos soldados que no eran los playmóbiles con los que me gustaba jugar sino figuras de otro tipo. “Esas porquerías no me sirven para nada”, le dije a la cara a la señora que me los había regalado. Uno sabe con certeza instintiva qué juguetes sí y qué juguetes no, aunque después ese juicio pueda variar. Cuando le propongo a mi hijo integrar un soldado G.I Joe a una construcción de LEGO, rechaza tajantemente la idea: él no es de este juego. Intento explicarle que no importa, que lo decidimos nosotros, pero no hay caso.
Los juegos de guerra, las armas de juguete son ciertamente otra categoría. Desde un palo para golpear cardos o una piedra para aplastar insectos a las ametralladoras con sonido y las espadas o pistolas. Cuando niño mis padres pacifistas no querían comprarme juguetes bélicos hasta que vieron que me fabriqué una pistola con un pedazo de pan. Coleccioné pistolas de varios modelos por muchos años y me encantaba jugar a dispararlas. Alrededor de los diez años me obsesioné con la paz mundial. Ahora me considero una persona pacífica y tranquila, bastante poco agresiva. No creo que jugar a disparar y acribillar a amigos, primos y vecinos me haya hecho ningún daño espiritual o cognitivo. Pero, por la época en la que estamos, mi hijo tiene pocas armas de juguete y las utiliza con cautela: la vez que le compré una ametralladora que sonaba a todo volumen y se iluminaba cada vez que disparaba y se dedicó a acribillar a todo el mundo desde el asiento trasero de mi bicicleta, nos miraron con cara de pocos amigos.
Recuerdo todavía el día en que mi mamá se puso a botar mis pistolas de juguete: no las usas, me dijo, y varias están rotas, las vamos a botar o regalar. Me opuse indignado, ofendido, dolido. Sabemos que desprendernos de los juguetes es finalmente desprendernos de la infancia, con su libertad imaginaria y sus privilegios, para entrar al mundo adulto en que se cierran esas puertas fantasiosas. Mi hijo me ha hecho prometerle varias veces que nunca regalaré nada, y cuando recibe regalos de otros niños que ya crecieron se inquieta con la posibilidad de que sus padres cometan el mismo acto cruel de obligarlo a deshacerse de las prendas de una infancia que no quiere abandonar.
De niño nunca me entusiasmé demasiado con los aparatos de destreza, como el trompo y el yo-yo, los volantines o el skate. Era torpe y poco persistente. Sí enganché con las bolitas, pero sin alcanzar ningún nivel de maestría en su manejo. Las lanzaba sin nunca acertarle al premio mayor de un bolón metálico, de rodamiento, o rarezas como los tiritos. Tengo todavía fresco el día en que, creo que en quinto básico, llegué el primer día de clases con mi ratonera y mi bolsa de bolitas, solo para enterarme de que ya no se jugaba a ellas, como si por un acuerdo tácito del que yo no me enteré todos hubiesen madurado bruscamente menos yo. A mi hijo la sola idea de competir le resulta odiosa a menos que tenga la certeza absoluta de ganar, lo que en estricto rigor le sucede solo cuando juega conmigo y me impone reglas que incluyen dejarme derrotar reiteradamente: tú no me encontrabas, no me podías ver, yo te empujo y tú te caes. Cuando en las batallas de ejércitos de soldaditos plásticos se me ocurre alguna estrategia novedosa que pudiera llevarme al triunfo, o amenazar su superioridad, confisca de inmediato mis tropas o los accesorios ilícitos. A veces no resisto infligirle alguna derrota, me digo que por motivos pedagógicos pero sospecho que es también porque si no me aburro, por el placer infantil de ganar.
Tampoco tuve nunca ningún entusiasmo por esos juegos serios, difíciles, bruscos y competitivos que son los deportes. Mi padre me transmitió su casi total desinterés por asistir, en vivo o por televisión, a los partidos de fútbol o tenis. Recuerdo haberme enojado cuando lo vi gritar en un mundial, sentí que estaba fingiendo euforia frente a mis tíos: él me aclaró que sí le gustaba ver fútbol, pero sólo los grandes partidos. Nunca le creí del todo en esa época. Yo no veo ningún deporte, ni siquiera los mundiales, si puedo evitarlo, y el ejercicio que hago es la natación no competitiva, dar vueltas solo a mi ritmo por una piscina temperada pensando en lo que se me ocurra, sin romper récord alguno de velocidad.
Tampoco llegué a obsesionarme con las colecciones: junté monedas y billetes extranjeros, estampillas, láminas, pero sin nunca fascinarme suficiente como para alcanzar el fetichismo sin el cual ningún coleccionista lo es del todo. Sí me fascinaba totalmente, en cambio, la simulación, sentirme parte de un mundo más vibrante e intenso que el habitual, jugar a los espías, Jedis, astronautas, caballeros de la mesa redonda, soldados. Esa desconexión momentánea del mundo es algo que se pierde irrevocablemente con la adolescencia y la adultez, o en todo caso muta, se desvía hacia otras áreas. Me fascina cuando me doy cuenta de que mi hijo está ido, compenetrado con un juego normalmente solitario hasta el punto de olvidarse de lo que lo rodea. En esos casos hace ruidos de explosiones, motores, máquinas, disparos y exclamaciones imaginarias, una suerte de zumbido que me indica que estará un rato en eso, muchas veces a partir de los accesorios menos espectaculares: una piedra pintada, una caja de cartón con ruedas, un conjunto de enchufes ensamblados con forma de robot.
A S, hijo único de padres separados, le toca tener dos casas, cada una con sus juguetes que a veces viajan de una a otra, con el consiguiente riesgo de extravío o de que estén en la otra casa cuando los quiere. Ahora que está con su madre, algunos de sus juguetes desperdigados por la casa quedan como rastro suyo, como marcas de su pertenencia a esta casa, a este territorio. Tengo a mi derecha un mini auto volcado, con las ruedas hacia arriba como un escarabajo que no logra voltearse, a mi izquierda en el sillón un peluche monstruoso, de un verde estridente y sonrisa siniestra, que le regaló mi pareja. En el sofá frente a mí, enredado entre sus pantuflas, se asoma el ojo de vidrio de un koala gris, también de peluche. En el baño, la cocina, el hall de entrada y en nuestro dormitorio hay también, como espías apostados en lugares estratégicos, otros peluches, autitos, insectos, linternas, dinosaurios y robots. Tropiezo con ellos, desparramados por todos los rincones de la casa. Pequeñas piezas de LEGO, peluches, globos medio desinflados, una furgoneta de lata, un dragón enredado en una cuerda. Los días que mi hijo no está en casa, prolongan silenciosamente su presencia, o más bien subrayan su ausencia de un modo discreto, insistente. Me miran curiosos, preguntándose por qué los dejé atrás, por qué me hice adulto y los cambié por herramientas tan sosas y descoloridas como el computador en el que escribo esto.