Presentación: Mistral. Una vida, de Elizabeth Horaa
¿Cómo se escribe una vida cuando eso que llamamos vida no es nunca un todo armonioso y compacto sino algo más parecido a una pluralidad errática, una intensidad muchas veces indescifrable, un trayecto repleto de rutas imprevisibles? Me imagino que algunas de esas preguntas se hizo Elizabeth Horan a la hora de escribir esta monumental biografía de Gabriela Mistral dividida en tres tomos de la que ahora presentamos el primero. ¿Dónde se rastrea una vida? ¿En sus manías, sus temperamentos, sus comportamientos idiosincráticos, en sus heridas, en sus consistencias o en las insistencias del deseo? Horan construye esta biografía sobre todo a partir de cartas y manuscritos, dos toneladas de materiales de archivo que, protegidos celosamente durante muchos años por Doris Dana adquieren finalmente su estatuto público gracias a la donación que su sobrina Doris Atkinson hiciera a la biblioteca Nacional de Santiago el año 2007. Cartas y manuscritos, pero también Horan recupera en esta biografía poemas no publicados o relativamente desconocidos de Mistral, además de fragmentos de las memorias inéditas que Laura Rodig, escultora, secretaria y ¿amante? de la poeta, escribió para poder dar ella misma una versión del vínculo que sostuvo con Mistral, incluidos los roces y desencuentros.
Se trata entonces de una biografía que busca escuchar la lengua en la que hablaría la intimidad, incluidas sus coartadas e histrionismos, no para satisfacer alguna clase de voyerismo, sino para preguntarse por los modos en que el idioma de lo íntimo se amalgamaría con lo público, lo político y lo literario, asuntos de primer orden en la vida de Mistral (y en esta biografía). Advertida quizás del grado de opacidad que de todas formas contienen los relatos de primera mano –las cartas, los fragmentos autobiográficos, las confesiones–, la propia Mistral escribe: “¿Hay algo de las personas en las cartas que escriben?” (…) “¿Qué somos, Alone? ¿Somos lo que escribimos o lo que hablamos, lo que llevamos en la fisionomía o lo que decimos a solas en las horas de soledad”.
Horan no se deja intimidar completamente por estas preguntas que a su modo pondrían obstáculos a la hora de acceder al corazón de la escritora. No lo hace, porque como buena biógrafa, celebra que esos documentos hayan sobrevivido a su posible destrucción. Pero sobre todo, porque advierte que en esas preguntas se inauguraría un doble movimiento simultáneo, algo así como un programa mistraliano: el de la autora auscultando sus propias heridas y el de las estrategias y precauciones que usará para enfrentarse a los mecanismos punitivos del mundo. Porque la Mistral que vuelve en esta biografía no es aquella que han identificado durante mucho tiempo nuestras instituciones –la historia, la crítica, la literatura– sino una muchísimo más múltiple o intrincada. Las instituciones suelen despojar de las vidas sus cualidades singulares, enrevesadas y complejas para pactar con el horizonte moral de cada época. Como si fueran animales salvajes, las instituciones buscan apaciguar y corregir esas vidas. Nada de eso hace Horan, biógrafa amistosa y sin prejuicios, con la vida de Mistral.
Si bien Gabriela Mistral nunca escribió un relato sistemático de sí misma, tuvo una gran afición a la escritura de cartas, además de un gran talento para las performances confesionales, para la producción de artificios, para teatralizar sus vivencias, al punto de diferir una y otra vez la constitución de una fuente única sobre sí misma. Distorsionaba las historias, las transformaba de acuerdo a sus destinatarios, las acomodaba para obtener beneficios. Mistral entonces no fue solo una niña abandonada por su padre alcohólico, apedreada en la escuela acusada de robar, impedida por eso de terminar sus estudios formales, destinada siempre a lugares menores y mal pagados, asediada por los críticos que leyeron sus primeras publicaciones como embrolladas, de frases huecas, provenientes de una cabeza desequilibrada. Era también una hábil polemista, altamente ambiciosa, con clara voluntad de cálculo y, sobre todo, alguien que no tuvo límites a la hora de buscar aliados –muchos de ellos política y económicamente poderosos– que le abrieran paso a lo que ella se había prefijado como destino a muy temprana edad: ser directora en alguna escuela, publicar en ciertos medios, huir de los lugares cuando las cosas se enrarecían, llegar a ser cónsul o embajadora cuando ninguna mujer había ocupado todavía ese tipo de cargos. Eso, para Horan, no la hace ser ni buena ni mala sino humana, es decir, alguien que buscó las maneras de enfrentar y soportar el dolor, la felicidad, la miseria, el miedo, el deseo, los vínculos con los otros. En un mundo a veces demasiado propenso a construir a sus escritores –sobre todo mujeres– como adalides de la bondad, la beatitud, la inspiración y las buenas intenciones, esta Mistral en la que despuntan a cada momento pizcas de truculencia y astucia, permite que nosotros mismos como lectores ingresemos en su obra sin la candidez y la comodidad acostumbradas. Permite, también, pensar las formas en que un escritor, una escritora se funda a sí mismo con dedicación y serios esfuerzos. Ello no implica, por supuesto, desconocer que los juegos institucionales, incluso publicitarios, se mezclan en Mistral con un modo de ser agrietado por donde penetra intensamente la vida y que a ese estado se debe quizás su frescor, su ensanchamiento del lenguaje, su declarado amor por los infortunados del mundo a los que no dejó nunca de dedicar sus escritos.
Algo de esa teatralidad, de esos sistemas histriónicos que Mistral despliega en sus cartas y manuscritos podrían responder a lo que Horan llama en este libro una socialidad queer. Es notable en ese sentido la correspondencia entre Mistral y el escritor y pintor Manuel Magallanes Moure que aquí se cita. En esa y otras correspondencias con Alone, Nin Farías o Eduardo Barrios, además de cuestiones literarias se va conformando un tipo de lenguaje a veces clandestino que oscila entre la confesión y el disfraz. Allí, en esa suerte de cartografía de escritores homosexuales de comienzos del siglo XX que esta biografía va al mismo tiempo componiendo, Mistral emerge como una criatura mixta, indeterminada, a veces como una mujer herida y abandonada por un amante, otras, declarando ser menos mujer que nadie, y en ocasiones, como una mujer vieja y fea, imposible de ser deseada. “Las almas no tienen sexo”, decía, citando a Flammarion. Esa misma indeterminación aparece encarnada en figuras conceptuales como las del ángel o el árbol, figuras, dice Horan, que encarnarían la sensibilidad andrógina de Mistral, su perspectiva no binaria del mundo, el borde en el que se desliza también su propia poesía.
Decía al comienzo que en este libro su autora, Elizabeth, va combinando el idioma de lo íntimo con el modo en que Mistral se va insertando en la historia, la cultura, la política de su tiempo. Con ello logra arrancar a la autora de su baluarte, desprendiendo, como una piel ajada, los discursos que han buscado reducirla a la condición de escritora beata, genia y santurrona. Barthes dice que la censura no consiste tanto en prohibir como en ahogar en estereotipos y clichés a un autor y su escritura. Contra ese tipo de censura trabaja este libro, y al hacerlo, recupera eso que podríamos llamar la inventiva mistraliana, una que se expresa no solo en sus poemas, ensayos o artículos periodísticos sino en su modo de participar en los debates más álgidos de su época. Su preocupación por la enseñanza de los niños y por el lugar que debía asumir la literatura infantil para el despliegue de la imaginación, su atención a la función de los educadores, su cercanía con el mundo obrero y anarquista, su amor por el folclore, la tradición oral y la ruralidad, su fascinación por la naturaleza y el paisaje, su rechazo al colonialismo blanco –sobre todo en su época magallánica–, su interés por el budismo y la teosofía, su fuerte inclinación por el mundo indígena y mestizo, su posición respecto a la cuestión judía, su rechazo al machismo que campeaba en la literatura. Cuando publica su texto temprano “Voces”, y respondiendo al ataque de un crítico, dice: “No hago en él el relieve absoluto de mi vida, hago una imitación de la vida de todos los infortunados, por lo cual empiezo: Habla el alma infortunada”. No hablaba entonces de su propia desdicha, privada y personal, aunque a veces la haya instalado como escena originaria de su propia poesía, sino de un afecto que le permitía tender lazos con el mundo. Quizás por eso aparecen de manera reiterada en sus textos la palabra dulzura o ternura, no tanto para excluir el deseo sexual –de hecho el carácter impetuoso de este asoma en algunas de sus cartas–, sino para interrogar los modos en que una vida pueda ser cuidada y vivida. Su vocación política, si pudiéramos hablar de ese modo, no consistía solo en la conservación de sí sino en un pasaje hacia lo que es más singular en el otro, un principio de relación con el ser humano pero también un principio de familiaridad con el animal, el mineral, el vegetal y lo estelar. Acogimiento y hospitalidad. Esa es también la Mistral que perfila este libro, una Mistral que no podría haber pensado en los demás si solo hubiera estado absorta en sus propios asuntos. Esto que escribió Alone, donde compara a la poeta con el espíritu de la montaña, bien puede ser una prueba de aquello: “Hosca, guerrera, lóbrega por el exterior, la montaña descubre adentro ternuras infinitas”.
Elizabeth Horan tomó una decisión para la escritura de esta biografía: construirla de manera cronológica. Este primer volumen, subtitulado “solo me halla quien me ama”, recorre la vida de Mistral desde su nacimiento hasta los treinta y tres años, momento en que la poeta abandona Chile para irse, junto a Laura Rodig, a vivir a México. Con el rigor, la paciencia, la fascinación y la generosidad de quien ha pasado buena parte de su vida leyendo, investigando y sobre todo escribiendo sobre esa mancha ciega que es la vida, la vida de otro, la vida de Mistral, Horan logra algo que no podemos sino agradecer: pone en escena un imaginario sin despojarlo de su fuerza vital. Así, la Mistral que viene de sus propios textos y llega ahora a nosotros no está allí para ser adjetivada ni juzgada, sino para ser acogida con todas sus tensiones y paradojas, con su dulzura y su amargura, con sus egoísmos y sus dones, con sus astucias y torpezas, su fragilidad y su poder. ¿No es eso, quizás, devolverle un cuerpo, devolverle ese cuerpo que las distintas hagiografías le habían una y otra vez hurtado? Un cuerpo siempre a ras de las heridas, los deseos, las palabras, la imaginación, el trabajo, la política. Un cuerpo a ras del mundo.