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Quelentaro: obra gruesa

La presencia más bien subterránea del conjunto dentro de la música popular chilena tiene su antídoto en Los hermanos Eduardo y Gastón Guzmán, Quelentaro (Malamadre, 2023), del sociólogo e investigador Carlos Rodríguez González.


En la casa de mi abuela había un rincón donde ella guardaba los casetes. Eran pocos: Inti-Illimani, Congreso, Illapu, Quilapayún y Silvio Rodríguez. Estaban ocultos detrás de otros objetos. Como niño, entendía que era un sutil recordatorio de que Chile, en la segunda mitad de los ochenta, aún estaba en dictadura. Cuando alguien tocaba la guitarra, aparecían canciones de Víctor Jara, Pablo Milanés y León Gieco, y mis parientes conversaban sobre música. El nombre de Quelentaro se mencionaba con solemnidad y en voz baja, como un secreto. El grupo de los hermanos Guzmán, decían los adultos, era “otra cosa”: estaba en una categoría única, misteriosa, una realidad sin adornos. A veces alguien palabreaba algunos versos de Quelentaro, mirando alrededor, cual invocación de fuerzas ancestrales.


Eran frases que yo no descifraba por completo; las relacionaba con el campo, la pobreza entrelazada con la pena, y la sacrificada vida de pueblo, esa que estaba al otro lado de la puerta en mi Molina natal.

Escuché con atención sus discos mucho tiempo después, cuando dirigía Radio UNO, emisora que se dedicó exclusivamente a la música chilena entre 2008 y 2016. Existía en Quelentaro una poesía desgarradora, una evocación amarga, una belleza tierna escondida detrás de esas carátulas con fotografías rurales, ilustraciones aguerridas y rostros adustos. A diferencia de otros artistas de la Nueva Canción Chilena y del Canto Nuevo, movimientos que Quelentaro atravesó sin radicarse en ellos, era difícil rastrear sus álbumes y su historia. Por esos años, además de los discos usados y/o quemados, los materiales más a mano eran el libro Quelentaro por dentro (2006) de Antolín Guzmán Valenzuela y las reediciones de Carpa de La Reina (1966), Coplas al viento (1967) y Lonconao (1982) que hizo EMI para la Colección Bicentenario, junto al sitio Musicapopular.cl.


El autor propone una mirada documentada, cariñosa y sincera a través de doce relatos que funden los testimonios de treinta y ocho entrevistados, junto a valioso material de archivo y una guía discográfica. El tono otorga cercanía y calidez para retratar a los hermanos en sus distintas épocas: la infancia lluviosa en Angol, los años formativos, el nacimiento como cuarteto y los periplos como trabajadores de Endesa, el encuentro clave con Violeta Parra, las andanzas en peñas santiaguinas y boliches bonaerenses, la clandestinidad, el exilio, los destierros, las presentaciones por Europa y el retorno a un Chile que les quedó debiendo gratitud.          


Al respecto, Rodríguez González aborda distintos factores: “Al lado de los demás que estaban muy ligados al mundo universitario o a un ambiente netamente artístico, los Quelentaro siempre se identificaron con el trabajador y eso porque ellos mismos siempre lo fueron. Eso hizo que los dos solos se tuvieran que abrir camino”. De este modo, su militancia fue social y sindical, más que al servicio de intereses partidistas o gubernamentales. Hubo aliados, por supuesto, como la mencionada Violeta Parra; Rubén Nouzeilles, director artístico de EMI Odeón y responsable de sus primeras grabaciones; y Sergio “Tilo” González, de Congreso, compañero de casa discográfica y el productor que motivó la expansión instrumental en los arreglos del grupo a partir de fines de los setenta y durante los ochenta.


El folclorista René Inostroza sostiene que “en la obra de Quelentaro usted se encuentra con el desarrollo de una oralidad popular, y eso históricamente ha estado muy menospreciado (…) Los cantores populares son los que escriben el primer borrador de la historia de su pueblo, lo recogen de lo común que se siente en el aire, y ese elemento fundamental, lo colocó en la mesa gente como los Quelentaro”.


El recitado, ese “cantar hablando” que es el principal legado del dúo, es el equivalente musical a las fotografías de Antonio Quintana y Fernando Opazo: un paisaje humano de Chile, de esas manos, caras y espíritus agrietados por la labor y la naturaleza. Una estética que es el galope que busca el centro del canto, con palabras certeras y verbos estremecedores. “El trabajo obrero lo hicieron poesía.


Finalmente, toda su obra es muy representativa de lo que era Chile en ese tiempo y de lo que al parecer seguirá siendo”, afirma “Tilo” González, recalcando la vigencia del mundo quelentariano. Porque los textos del dúo son un asunto actual en un país revuelto; tal como ellos mismos escribieron en la presentación de su libro Amanocheciendo (2002), “el cantar de Quelentaro es porfiado y volvedor”.


La fotografía en la portada muestra a los jóvenes hermanos Guzmán en un paseo familiar en el verano de 1968. Es una escena sosegada con niños, animales y cerros. Bajo el sol, los músicos posan con naturalidad y relajo: es una buena forma de recordarlos también, una que aporta balance con esa imagen dura y fragosa de sus álbumes. El autor cierra el volumen con su propia experiencia de descubrimiento y colaboración con los hermanos, otra decisión que humaniza y desmitifica el perfil público de los músicos. Rodríguez González logra el equilibrio y la profundidad, en un texto que, parafraseando a sus biografiados, “clava el hacha al cráneo de la injusticia” del tibio reconocimiento a un dúo formidable.




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