¿Qué hacer con la memoria de “octubre”?[1]
“Si algo había que aprender,
no lo aprendimos”
A. Zambra: Formas de volver a casa
¿Qué es el 18-O? ¿Lo “vimos venir”? El carácter inanticipable de la revuelta es ahora esencial a este acontecimiento cuya magnitud no deja de ser paradójica. Existe a partir de la revuelta un “antes” y un “después”; sin embargo, no corta la historia en dos, incluso permanece pendiente su estatura histórica. Con toda su imponencia, la revuelta no ha sido hasta ahora el inicio ni tampoco el fin de algo (aunque se anunciaba camino al plebiscito que “el neoliberalismo terminará en el mismo lugar donde comenzó”). Existe eso sí un después del 18-O: es un tiempo -el nuestro- en que tenemos memoria(s) de aquello. La revuelta es ante todo acontecimientalidad, a la que es inherente un núcleo de ininteligibilidad, pues su desatada facticidad no deja de emerger e imponerse sobre las tramas de sentido que van tejiendo las interpretaciones.
Reflexionar hoy el 18-O implica necesariamente considerar lo que habría sido su desenlace: el triunfo de la opción “Rechazo” en el denominado Plebiscito de Salida el 4 de septiembre de 2022. ¿Se impuso la gobernabilidad sobre el malestar insurrecto? Acaso sea todo lo contrario: asistimos a la deflación de la política cuando el conflicto no es simplemente entre “el pueblo” y el Estado, sino que emerge el territorio de una realidad paralela al Estado. A la revuelta reaccionó el Gobierno con fuerza de Estado: “estamos en guerra contra un enemigo poderoso, implacable”, dijo el presidente el 20 de octubre desde la Guarnición Santiago del Ejército. Si la revuelta fue expresión de una radical impugnación al régimen mercantilizado de la existencia, entonces debía corresponder a ella una transformación igualmente radical del orden social, lo cual exigía -supusimos- llegar al Estado, es decir, cambiar la Constitución. Más tarde el abrumador triunfo de la opción “Rechazo” significó el regreso a la política. Como señala Badiou, el poder establecido se legitima apelando no a la verdad del orden imperante, sino a que este es el único posible.
Una cuestión poco advertida: ¿el devastador acontecimiento de la revuelta fue la demanda de una transformación total, un envión hacia la revolución? La exigencia de una “transformación revolucionaria” supone que en las acciones y expresiones en que reconocemos esa exigencia tiene lugar un nosotros transversal. Una gran cantidad de relatos nos sugiere que ese “nosotros” aconteció en ese momento. Una rescatista voluntaria de la Brigada Cascos Rojos testimonia: “aquí hemos visto la oposición al horror mediante la producción de alternativas que se encarnan en la resistencia cotidiana a la violencia, forjándose vínculos que buscan refugiarse y cuidarse mutuamente”[2]. La pregunta es si acaso ese “sujeto colectivo” trascendió los acontecimientos mismos de la revuelta.
Octubre puede ser considerado desde “lejos” con entusiasmo o, desde muy “cerca”, con espanto. El 20 de enero del 2020, en un medio digital extranjero, se lee: “La revuelta social iniciada el 18 de octubre en Chile se ha caracterizado por la ausencia de banderas de partidos y agrupaciones políticas. El emblema mapuche y el chileno se han mezclado a otras banderas y símbolos, como las de las llamadas barras bravas del fútbol. Los hinchas se han tomado la escena de las protestas, sumando también sus elementos de entretención característicos”[3]. Una fiesta. Sin embargo, pocos días antes el periodista Juan Cristóbal Guarello escribía en un periódico local: “no resulta creíble que estos grupos sin ideología, dios ni ley, en menos de un mes y como un acto de magia, se hayan reconvertido en conscientes luchadores sociales cuyo único norte es la justicia, la igualdad y la dignidad. Los mismos que hace tan poco tiempo andaban a palos en la tribuna por un simple paño y amenazando con sodomizar y balear a quien se cruzara en su camino, ahora son la vanguardia popular democrática, inclusiva, con tintes de feminismo y veganismo”[4]. Ninguno de estos dos momentos es más verdadero que el otro.
Ha sido recurrente la metáfora de una “energía volcánica” que se acumula, como recurso para comprender la destrucción en tanto expresión de una supuesta “rabia” contenida y creciente. ¿Dónde y cómo “se acumula” el malestar? Se señala la falta de expectativas de la ciudadanía respecto a la política y, en general, a las instituciones. Las personas perciben un régimen naturalizado de desigualdad y, a la vez, el orden mismo de las cosas… ¡funcionando!; es decir, la realidad no estaría “funcionando mal”, sino que así funciona. El 9 de octubre de 2019 Sebastián Piñera se refirió a Chile como un oasis: “porque tenemos una democracia estable, la economía está creciendo, estamos creando puestos de trabajo, estamos elevando los salarios y mantenemos un equilibrio macroeconómico”. Pues bien, esto significa todo lo contrario a una simple realidad “insular”. En efecto, la imagen de Chile como “un oasis” implicaba criterios de rendimiento y salud financiera que inscribían al país en un orden mundial. Es decir, el juicio favorable al “oasis chileno” viene dictaminado por entidades internacionales: el Banco Mundial, el FMI y el BID, la Unión Europea y los Estados Unidos, que ubicaban a Chile en puestos de excelencia en los rankings económicos mundiales. La revuelta ocurrió en varios lugares del Planeta simultáneamente, pero por su propia naturaleza no podía ser global. Es como si el capital financiero operara en y desde una dimensión de realidad que es paralela a la concreta cotidianeidad de las personas.
La filósofa italiana Donatella Di Cesare señala: “si se observan las condiciones en las que está ahora el mundo debería sorprender la obediencia”[5]. Es como si se hubiesen agotado las posibilidades de la política, no quedando otra opción que resignarse a vivir las paradojas de la democracia representativa, lo cual nos deja ante una “revuelta sin revolución”, es decir, una “revuelta sin futuro”. El pensamiento no sabe de su propia impotencia allí donde viejas preguntas lo dejan insistiendo en viejas respuestas.
¿Nos encontramos viviendo un tiempo de irónico y simple escepticismo, en total ausencia de alguna verdad? Si así fuera, ¿cómo entender que la subjetividad se aferre a un orden que parece naufragar? El orden en situación de colapso encuentra su asidero en la propia subjetividad que lo padece; no es el orden lo que mantiene capturada a la subjetividad, sino al revés y esta es la gran paradoja: para no hundirse en el miedo, la subjetividad se aferra a un orden que se hunde. El asentimiento sin convicciones con que se acepta el orden es proporcional a la fuerza de una verdad otra que amenaza con manifestarse tras un eventual derrumbe de ese orden: la hobbesiana “guerra de todos contra todos”. A partir de esta se establece una forma de vida ordenada por el miedo y donde no dejamos de percibir injusticia, indignidad, inseguridad. Pero el orden instituido nos protege del caos; consentimos entonces que el régimen de la democracia representativa -actualmente en crisis- es el único posible, la única forma “viable” de imaginarnos todavía como sociedad.
Donatella Di Cesare enuncia el dilema al que nos enfrenta la revuelta: “si la revuelta es pura, inmanejable, renuncia al poder, se entrega a la impotencia [se hunde en sí misma]; si trata con el poder es ya inmediatamente sumisa [genera representantes que dialogan, acuerdan y pactan con la institución]”[6]. En esta perspectiva, el verdadero dilema no es revuelta o sumisión, sino revuelta o revolución. Pues bien, ¿existió un coeficiente revolucionario en la revuelta? El sociólogo Manuel Canales sostiene que: “Octubre es la repulsa de la vida cotidiana existente y de las circunstancias vitales, no el anuncio de lo deseable. Existe desde la negatividad”[7]. La negatividad es una especie de condición de origen de lo que sucedió en octubre de 2019. La violenta irrupción de lo reprimido hacia el espacio público no significa que se han franqueado los límites de la opresión, sino que se emprende una directa confrontación con estos, se trata de ejercer presión sobre el orden de la prohibición. La revuelta no es, pues, un “salto al vacío”, sino todo lo contrario: entrar en la revuelta es hundirse en el lleno de un “mundo” en el que el individuo no encuentra un lugar. Y no es “la masa” aquello que se manifiesta, sino que aquella, lo masivo, pertenece a la manifestación misma; hay algo que se manifiesta masivamente. Es decir, la masa como tal no existe en la silenciosa invisibilidad que antecede a su “irrupción”; nace recién a la existencia con su visibilidad, para luego “disolverse”, porque es parte de ese acontecimiento que consiste en estrellarse contra los límites. Los oprimidos devienen “masa” no para saludar el amanecer y cruzar juntos el umbral desde la oscuridad hacia una “nueva época”, sino porque de pronto tienen conciencia de que el orden que los oprime también los ignora. Por lo tanto, es el poder mismo lo que dispone la “masificación” de los individuos oprimidos; el poder transforma a los oprimidos en un “ellos” o en un “nosotros los oprimidos”; es así como estos reciben del poder una identidad y una memoria.
El neoliberalismo como mercantilización total de la existencia implica la extinción del sentido mismo del concepto de pueblo, más precisamente, su disolución. “Pueblo” es una forma de identidad múltiple, heterogénea y de gran plasticidad, que nombra a un sujeto aconteciente, internamente relacionado con las luchas del momento. Entonces, cuando el adversario no es un sujeto determinado (el gobierno, la policía, los partidos políticos, etc.), sino más bien una forma de vida, ¿contra qué se constituye el pueblo?
El neoliberalismo no hace mundo: “mientras que el neoliberalismo se ha reforzado en y mediante la crisis, no puede pasar lo mismo con quienes lo combaten: lejos de reforzarse mecánicamente con la crisis, ésta únicamente puede debilitarlos”[8]. El plebiscito del 4 de septiembre no habría sido una instancia para que se pronunciara el “pueblo” como sujeto, sino que fueron los individuos, condicionados en cada caso por sus particulares circunstancias, quienes votaron. Si en febrero de 2020 la pandemia devolvió imperativamente a las personas desde la calle a sus casas, el Plebiscito de septiembre las hizo regresar a sus individuales temores y expectativas. La incertidumbre que este plebiscito iba a despejar era si acaso esas individualidades optarían desde sus particulares intereses, desconfianzas, resentimientos, etc., o más apostarían por trascender esa circunstancialidad, para constituirse en el agente infrapolítico de una realidad aun inexistente, todavía políticamente imposible. Un salto al vacío que inspira miedo en un tiempo en que la política se ha disociado de la imaginación. El borrador constitucional apuntaba, por una parte, a una transformación de las condiciones de desarrollo social y económico, poniendo en cuestión el actual régimen de endeudamiento y competencia con base en el emprendimiento individual; pero también comprendía la imaginación de una forma otra de vivir, poniendo en relevancia una cultura de la igualdad y la inclusión. Considero esto último especialmente relevante.
Un ex funcionario de la dictadura calificó el borrador constitucional como “texto ideologizado y aberrante”. Es necesario tomar en serio y analizar en profundidad el carácter “refundacional” que se le atribuye y en el que algunos creen encontrar la explicación de su fracaso plebiscitario. Consideremos la siguiente hipótesis: dicho “proyecto refundacional” habría sido la traducción política de la revuelta que se desencadenó el 18 de octubre de 2019 y consistió en el proceso de hacer ingresar la revuelta en la política. Esto la condujo hacia su agotamiento. La revuelta fue la expresión de la imposibilidad que toda política instituida contiene, como administración y contención de la desigualdad. En el proceso constitucional esa imposibilidad ingresó en la política escrituralmente como una política imposible.
El 9 de septiembre, bajo el título “Entre la urgencia y la paciencia”, la escritora Alia Trabucco Zerán escribe: “Me acerqué a mi estantería y fui acomodando los libros leídos en su lugar: la novela irlandesa con los irlandeses, la mexicana con los mexicanos, los ensayos con los ensayos, pero me quedé con la nueva constitución incómodamente en la mano. ¿Ficción especulativa? ¿No ficción? ¿Novela utópica? No, no. Por supuesto que no. (…) La Constitución del 2022 quiso ser libro y no fue más que borrador”[9]. Es como si algo hubiese quedado detenido en el momento de su escritura, y ahora se nos develara que se trató de algo que, sin ser literatura, nació para ser ante todo escrito, es decir, para que su existencia fuese escritural. El borrador nos envía a reflexionar la naturaleza del texto rechazado. Con el borrador no se trata de una obra simplemente incompleta o imperfecta. En la escritura de un borrador toda autoría -individual o colectiva- se sabe exigida por circunstancias que la desbordan.
En el tiempo de la indignación, las redes sociales y las imágenes digitales, la revuelta de octubre trasciende su concreta facticidad para constituirse en la caleidoscópica imagen de una sociedad en situación de colapso. No se trataba de un acontecimiento “revolucionario”, sino del fondo de la catástrofe neoliberal. Entonces parecía ser urgente la construcción de una nueva forma de convivencia, de un nuevo orden social, pero ¿cómo hacerlo en el tiempo del fin de la hegemonía, del descrédito de los grandes relatos y del agotamiento de la imaginación política? Lo que habría sucedido es que la fuerza detonante de la revuelta –fuerza “destituyente” la denominaron algunos- fue interpretada como expresión de una voluntad colectiva refundacional. Por una parte, esto la hacía desde un principio políticamente inviable; sin embargo, paradójicamente, el acontecimiento de la revuelta solo podía comprenderse políticamente constituyéndose en la demanda de otra forma de vivir, he aquí su esencial carácter refundacional. Era inevitable interpretarlo así, pues no se incendiaba el país para “terminar con las AFP”.
La traducción de la revuelta en proyecto político se inicia con el “Acuerdo por la paz social y la nueva Constitución”, el 15 de noviembre de 2019; luego vino la Convención Constitucional, más tarde la elección presidencial de Gabriel Boric y “finalmente” el borrador que resultó del trabajo de la Convención. El Rechazo de la ciudadanía a ese borrador hizo manifiesto que la supuesta voluntad de un “modo de vida distinto” era, como proyecto político, algo imposible. No se trataba, después de todo, de algo así como un sueño colectivo reñido con el “principio de realidad”, sino de una voluntad que al parecer no existía. La revuelta era producto de un malestar encapsulado en el individuo.
¿Qué es lo tremendo de Octubre? Hubo una legitimidad de facto en el acaecer de la revuelta. Las imágenes y el ruido daban a entender que lo que estaba aconteciendo era un gran “¡NO!”, pero esto mismo nos abismaba ante un contenido todavía ausente por develar. Nos parecía evidente en ese momento el repudio al régimen neoliberal hegemónico, pero ¿cuál era el contenido del 18-O? Se anticipaba en todo caso que lo único que podría detener o conducir hacia su consumación lo que estaba sucediendo era precisamente ese “contenido” desconocido. El entusiasmo al que dio lugar Octubre vino no sólo de su magnitud, sino también y esencialmente del suspenso en torno a ese “contenido” y de la dificultad de traducirlo a discurso político, a representación. Tal vez no existió contenido alguno, porque el 18-O fue justamente el efecto de una incontención, y ha sido más bien la inevitable pregunta por “el significado de Octubre” lo que ha hecho de este una especie de respuesta cifrada a la pregunta por una voluntad colectiva que pudiera traer de regreso al “pueblo”.
El origen del 18-O no fue la esperanzada convicción de que “algo distinto es posible”, sino la desesperada experiencia de un modo de vida que se ha tornado imposible. Esto implica la percepción de que no hay alternativa, en el sentido de que no existiría un tránsito político desde el estado actual de cosas hacia algo radicalmente distinto. Por definición la política y la institucionalidad no son la vía de lo imposible, y especialmente en el presente la política opera como la contención de lo imposible. Mientras tanto, no podemos dejar de preguntarnos qué hacer con la memoria de la revuelta, la memoria de un lleno que divide nuestro tiempo entre un “antes” y un “después”.
[1] Texto base de mi intervención el 01 de diciembre de 2022 en el Coloquio “Insumisiones: Subjetividades frente al límite”, organizado por el Departamento de Psicología de la Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Chile. [2] “De la esperanza: tejiendo resistencias”, en Violencias y contraviolencias. Vivencias y reflexiones sobre la revuelta de octubre en Chile, Raúl Zarzuri (coord.), Santiago de Chile, Lom, 2022, p. 55. [3] https://www.larazon.cl/2020/01/20/las-barras-bravas-del-futbol-chileno-estan-en-paz-gracias-al-estallido-social/ [4] Juan Cristóbal Guarello: “Emprendedores”, Diario La Tercera, 21 de noviembre de 2019, citado en País barrabrava, Santiago de Chile, Debate, 2021, p. 97. [5] Donatella Di Cesare: El tiempo de la revuelta, Madrid, Siglo XXI, 2021, p. ,83. [6] Donatella Di Cesare: El tiempo de la revuelta, Madrid, Siglo XXI, 2021, p. 48 (he añadido los paréntesis). [7] Manuel Canales: La pregunta de octubre, Santiago de Chile, Lom, p. 150. [8] Christian Laval y Pierre Dardot: La pesadilla que no acaba nunca, Barcelona, Gedisa, 2017, pp. 156-157. [9] https://www.revistaanfibia.cl/entre-la-urgencia-y-la-paciencia/
*El crédito de la imagen es: "Obelisco Plaza Italia, enero 2020", de Juan Pablo Vildoso.