Sergio Rojas: “Lo que no podemos imaginar es el neoliberalismo como fin del mundo”
El asco y el grito. La violencia más acá de la representación (Paidós, 2023) es el último libro del filósofo y académico Sergio Rojas. En este ensayo comienza entregando un diagnóstico sobre la crisis de las categorías que heredamos de la modernidad, donde conceptos como sujeto, identidad o civilización, parecen no solo agotarse, sino incluso colaborar con la violencia como régimen cotidiano de existencia.
En tu nuevo libro El asco y el grito. La violencia más acá de la representación (Paidós, 2023), inicias con una reflexión sobre el presente, dices que la crisis generalizada que vivimos está relacionada con una no comprensión del tiempo en el que existimos, ¿a qué te refieres con este diagnóstico?
Vivimos en el presentimiento de que este es el tiempo del fin, pero esto no significa necesariamente el fin de la “especie humana”; de hecho, en el cine el fin del mundo es hoy un exitoso producto de consumo y acaso esto sea suficiente para demostrarnos que no creemos que sea algo que realmente vaya a suceder. Me refiero a que tal vez imaginar el fin como un “acontecimiento”, como algo que va a suceder en un momento determinado -pero siempre “mañana”- nos exime de pensar que el fin es más bien un proceso, es decir, un curso de acontecimientos que no tiene un punto definitivo de consumación. Pensar que el fin es un proceso y no la escena de una catástrofe definitiva nos pone en la inquietante sospecha de que esto que ya estamos viviendo es el fin, aunque nuestra forma de representarnos el fin nos hace creer que hay un apocalipsis que está siempre “por llegar”. Mi hipótesis en este punto es que lo que estaría llegando a su fin es más bien esa forma de comprender la catástrofe según la cual la catástrofe final habrá sucedido cuando las instituciones hayan “dejado de funcionar”. Lo que me da que pensar es el hecho de que no dejamos de hacer habitable una realidad en la que la noticias del “fin del mundo” nos llegan a diario. Las instituciones nunca dejan de funcionar.
Describes el sistema neoliberal no sólo como una crisis de grandes magnitudes, sino que como una atmosfera: “un camino sin salida hacia la catástrofe final”. ¿No hay alternativa política al capitalismo?
Conocemos esa frase según la cual “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”, atribuida tanto a Jameson como a Zizek. Considerando lo que antes señalaba, diría que podemos efectivamente imaginar el fin del mundo, es decir, hacer del fin del mundo una escena o una serie de escenas. El cine de catástrofes distópicas y la narrativa de ciencia ficción nos colaboran en eso. Pero imaginar el fin del capitalismo -que no coincida, por supuesto, con el “fin del mundo”-, es decir, la posibilidad imaginar que pasamos históricamente a otra cosa es una cuestión política. Me refiero a que no podemos imaginar políticamente el fin del capitalismo. Tal vez la causa de esto no se encuentra en “el capitalismo”, sino en los recursos de nuestra imaginación. Entonces, claro, no existiría alternativa política al capitalismo; dicho de otra manera, nuestra imaginación se encuentra políticamente trabada. Esto no significa de ninguna manera un diagnóstico “pesimista”, tanto el optimismo como el pesimismo son maneras de habitar el no-mundo. No podemos renunciar cínicamente al ejercicio de la política como la conocemos, pero hoy se hace necesario pensar qué es el capitalismo como totalización del planeta. Lo que no podemos imaginar es el neoliberalismo como fin del mundo.
En este libro te refieres al Estallido social de octubre de 2019, lo caracterizas como representativo de un No, de un rechazo al sistema, de un grito ¿Qué implica “El grito” en este contexto de crisis que vienes describiendo?
Considero relevante atender al coeficiente de negatividad de la revuelta de octubre. Me refiero a que lo que allí se expresaba no era la idea de que “otro mundo es posible”, sino más bien la convicción de que este mundo no es posible. La tesis de que el grito tiene el sentido de un “¡No!” inscribe el grito en el horizonte del lenguaje. Me refiero a que el grito no se reduce a algo así como un hecho fisiológico, como si vienese simplemente desde el dolor, el hambre o la humillación extrema. No es “el cuerpo” el que grita, sino que el grito da cuenta de una subjetividad que se encuentra aprisionada contra un muro, incluso sofocada por el cuerpo, por las necesidades, por la incertidumbre extrema o por la indignidad cotidiana. Por cierto, como te comentaba recién, imaginar una “salida política” era inevitable en ese momento, era incluso una responsabilidad, y entonces surge con fuerza progresiva lo del cambio de la Constitución. Pero pienso que lo que ese “¡No!” demandaba era en realidad un cambio en la forma de vida dominante neoliberal con base en el endeudamiento, el consumo, las expectativas sin esperanza, la competencia, etcétera. La revuelta fue la expresión de una forma de vida no-nata, contenida en el presente.
La soledad, el aislamiento y la incomunicación son parte de las presiones que ejerce la modernidad sobre el individuo. En los movimientos de contracultura o underground de fines los años 70’ observas un índice del paso de una rebeldía revolucionaria hacía una apocalíptica ¿qué hay en esto de una exacerbación del individuo o del yo?
El itinerario que hace la contracultura underground, entre la segunda mitad de los 50’ y finales de los 70’, exhibe una rica producción que se confronta con el poder que ejercen las instituciones, especialmente el Estado, en los modos de la disciplina, la censura, el servicio a la guerra, el control policial, también la discriminación, el racismo, el clasismo, la homofobia, etcétera. Podría decirse que el motivo que anima esta producción es ante todo un reclamo de libertad. El problema es lo que sucede cuando el mercado hace de esas expresiones un bien de consumo. En el libro propongo que esto es lo que sucedió, por ejemplo, con el punk, cuando se transformó en “música punk”. Lo que resulta entonces es una especie de paradoja: en una existencia mercantilizada la “libertad de expresión” puede convivir con la violencia que genera la desigualdad. Esto nos conduce precisamente a lo que señalas en tu pregunta. Cuando el malestar se encapsula finalmente en el individuo, este puede soportar un importante grado de insatisfacción en la medida en que se le permite ejercer una libertad que se transformó en “libertad de expresión”. Las RR.SS. generan este espejismo. Hoy se habla incluso de anarcocapitalismo, y los movimientos políticos de la derecha radical adoptan el título de “libertarios”. Bajo esta exigencia rabiosa de libertad individual, lo que va quedando atrás, casi como un resabio del siglo pasado, es la lucha por la igualdad.
Si la lucha por la igualdad quedó atrás, y la subjetividad puede ser descrita como individual y narcisista, mientras que la pulsión como consumista es infinita ¿qué horizonte queda? El diagnóstico no es muy promisorio que digamos.
Cuando la libertad se encarga al mercado -como libertad de emprendimiento y elección- y se va naturalizando la idea de que la acción del Estado y, en general, de la política, puede ser un problema para el mercado, lo que va a pérdida es el principio de la igualdad. La cuestión entonces es: ¿cómo fue que libertad e igualdad se hicieron incompatibles? Una de las tareas de nuestro tiempo es justamente elaborar nuevas formas de pensar la igualdad. Respecto a esto un antecedente es la revuelta de octubre, que sacó del mercado la noción de igualdad al comprenderla como dignidad.
En la desmesura de los grandes números se encuentra una humanidad que se volvió un objeto cuantificable y contable: la forma de la población planetaria y la totalización de lo humano que supone el Número. ¿Qué adviertes en estas formas?
Para la modernidad clásica -pensemos en Kant, por ejemplo- la Humanidad es el sujeto de la Historia Universal; es decir, la Humanidad es una idea que hace posible pensar el devenir temporal como la historia de un sostenido progreso, cuyas luces civilizatorias se van desplegando paulatinamente sobre los pueblos. Hoy, en cambio, “Humanidad” significa concretamente más de siete mil millones de individuos, todos diferentes entre sí. Vivimos en el tiempo de los “grandes números”. La paradoja es que este tiempo de la informatización de la experiencia, un tiempo en el que todo está siendo en cada momento cuantificado, es a la vez el tiempo de la desmesura. En cierto sentido, hoy los hechos son las cantidades mismas. Lo que intento subrayar con esto es lo que hay de inédito en nuestro tiempo, cuando las grandes ideas de la modernidad son desbordadas por realidades que están cuantificadas. Aquí no hay pesimismo ni apocalipsis, sino asombro ante lo tremendo de nuestro tiempo. Jean-Luc Nancy habla de responsabilidad; es decir, cuando existe la posibilidad de traducir aritméticamente toda existencia o proceso de extinción, eres concernido por esa realidad, aunque no tengamos ninguna claridad respecto a qué hacer.
También dices que la globalización ha significado la totalización del mundo, que esto es una medida de progreso civilizatorio, pero marcas el final en este gesto del planeta en el sentido de que su materialidad habría sido cifrada. “No existe suficiente planeta”, “el mundo está lleno” dices. Eso suena peligroso.
El concepto de mundo nos remite a un horizonte de sentido; me refiero a que el mundo no se reduce a la desnuda materialidad del planeta, sino que es aquello que hace habitable el planeta. Mundo no es “suelo rocoso”, sino formas de vida. Pues bien, la poderosísima combinación que se produce entre globalización de la economía financiera e informatización de la existencia en redes digitales producen ese desconcertante efecto de totalización, en que pareciera que la realidad del “mundo” ha comenzado a ser una sola. Pero esto es una abstracción. Lo que ha sucedido más bien es que ese horizonte de sentido que era en cada caso el mundo ha estallado. Arrancando de la guerra, del hambre, del desempleo, de la violencia, millones de personas se ven forzados a migrar, cruzando océanos y “suelos rocosos”, buscando sobre el planeta un mundo donde poder ingresar. Una totalidad habitada por una creciente desazón o desesperación es, por cierto, algo muy peligroso.
¿Qué hacer entonces?
Incorporar en nuestra comprensión del mundo el hecho de que, como sostiene Judith Butler, la precariedad es la condición esencial de la vida humana. Ingresamos en el régimen de la precariedad desde el acto mismo de nacer. Pienso que en este tipo de conciencia se encuentra el germen de la igualdad. Estamos todavía lejos de arribar a esa forma de conciencia, pero ya estamos en camino, doloroso, por cierto, pues lo que nos conduce no son “clases de ética”, sino la misma catástrofe de nuestro tiempo.
¿Qué es la infrapolítica?
La infrapolítica es ante todo una hipótesis. Diría que en lo fundamental implica dos cosas. Primero, pensar la posibilidad de que el malestar, esa especie de interna insatisfacción ante lo que es en cada caso el orden mismo de la existencia, de lugar a una “política” que trascienda tanto lo que es la lucha por el poder como su agenciamiento por el mercado. Segundo, la posibilidad de recuperar un sentido de comunidad, una forma de hospitalidad, el germen de una política de la igualdad. La infrapolítica no es una estrategia, tampoco es una “alternativa” a la política como la conocemos, sino que es una forma de preguntarse en qué medida hay en el malestar un coeficiente de futuro. Otra manera de decirlo sería la siguiente: la infrapolítica es la hipótesis de que, si bien no existe alternativa al modo en que el poder hegemoniza institucionalmente la forma en que nos relacionamos, sin embargo, una forma otra de encontrarnos ha de comenzar precisamente por no existir.
¿Qué sería no existir en este contexto?
La no existencia es una forma de ser, cuando lo que orienta nuestras acciones es, por ejemplo, el aún no de algo, o cuando nos afecta íntimamente la ausencia de alguien, su “ya no” en la triste perspectiva de un “nunca más”, es una no existencia lo que ocupa nuestra conciencia. Pues bien, si tiene sentido decir que hoy el descontento, la desazón, el malestar hacen época, entonces el signo de nuestro tiempo es la falta. El primer capítulo, para decirlo de alguna manera, del advenimiento de una forma otra de vivir consiste en presentir esa no existencia que hace difícil respirar.
El asco es otro de los sintagmas del título, en el libro lo relacionas a lo más humano, a lo ominoso también.
Relacionamos habitualmente el sentimiento del asco con el motivo de algo que nos provoca un profundo rechazo, algo con lo que no quisiéramos tener relación alguna. Sin embargo, este sentimiento de repugnancia, justamente en la intensidad que lo caracteriza -pudiendo llegar incluso a lo vomitivo- es portador de un cierto saber. La subjetividad, replegada en el orden de lo higiénico, de la forma, de lo racional, de la moral, rechaza algo que se le impone desde la suciedad, desde lo matérico, desde las secreciones, desde lo orgánico, desde lo que carece de forma. Es decir, la subjetividad, parapetada, sobreprotegida en el régimen de las formas -estéticas, sociales, morales, políticas- rechaza el fondo mismo de la vida, lo que llamo la “exuberancia de la vida”. Esto es lo que me ha interesado pensar allí; el hecho de que solo lo humano puede ser objeto de asco, incluso cuando la causa del asco pareciera no ser humana, sino lo informe o lo “animal”. Es como si lo que llamamos mundo humano fuese un régimen de distancias, que en medio de la materia le hace espacio a la subjetividad, pero no atendemos al hecho de que esas distancias tienen un soporte político, social, económico. El asco es el sentimiento de una especie de violento retorno de la materia, ingresando en los espacios de soberanía del sujeto. Esta es la idea que desarrollo allí, considerando no solo antecedentes filosóficos como Kant o Sartre, por ejemplo, sino también literarios, como Clarice Lispector, José Donoso o Maximiliano Barrientos, entre otros. En el asco se da a sentir la catástrofe del sujeto por el lleno de la materia.