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Sin salida o el zapato chino de Chile


Estrenada en 1979, El zapato chino, de Cristián Sánchez, transcurre en un sinsentido permanente, donde el deambular por la ciudad no logra una ruta, sino lo contrario: el taxi, el taxista, la chica colegiala o fantasma urbano, y los fantasmas de la ciudad sórdida que los rodean, van desfigurando cualquier posibilidad de acercamiento, tanto de los cuerpos como de los deseos, que se disocian en una locura creciente.

 

 

El Zapato chino, de Cristián Sánchez, película estrenada en 1979, en plenos años de la dictadura militar, en el ya mítico Encuentro de Arte Joven de Las Condes, no nos hablaba de represión, tortura, campos de concentración, censura, exilio; pero, de alguna manera, nos mostraba el rostro desfigurado del Chile de la época: enajenación, marginalidad, amores desquiciados, seres sin destino y, sobre todo, sombras perdidas en las sombras de la ciudad y protagonistas de Nada (como el mismo actor que es el antihéroe del filme, un actor que no lo es —Andrés Quintana— y que Sánchez encuentra por ahí y lo hace el “fetiche” por lo menos de sus primeros filmes: Vías paralelas, Los deseos concebidos) nos estaban diciendo de ese tiempo brumoso más que cualquier película “comprometida y contestataria”.

 

La cinta narra una historia ¿de amour fou? entre un taxista que pierde una carrera en la ciudad y una chica de origen o pasado indefinible, una colegiala, una proletaria, una prostituta o una muchacha poblacional, con la cual deambula en su taxi —¿un Taxi Driver con una Nadja chilensis? — por los márgenes de Santiago —todo es margen y marginal en la cinta—, por calles siempre escabullidas del centro y lo central, y donde el amor nunca termina de ser o consumarse como tal: moteles, casas de cita, locus indeterminados, cités albergan a la pareja paradójica del taxista, ya pasado en años, y la joven colegiala o puta que no sabe si es amor u obsesión a lo que se enfrentan, mientras ambos deambulan por una ciudad en blanco y negro y en 16 milímetros, que se difuminan en la pantalla con lo que los aparentes amantes dicen, hacen, quieren, desean, necesitan o anhelan.

 

Un amor o una pulsión siempre diferida, donde nada se consuma ni parece ser lo que es. Entre la tragedia y la patología, la película es una summa de actos fallidos y descentrados, en torno a esa relación extraña e imposible, porque nunca logra concretarse y todo se va desmembrando en una suerte de impotencia y contingencias que no logramos explicarnos del todo.

 

La cinta transcurre en un sinsentido permanente, donde el deambular por la ciudad no logra una ruta, sino lo contrario: el taxi, el taxista, la chica colegiala o fantasma urbano, y los fantasmas de la ciudad sórdida que los rodean, van desfigurando cualquier posibilidad de acercamiento, tanto de los cuerpos como de los deseos, que se disocian en una locura creciente, donde las voces —en off, aunque moduladas como diálogo (un diálogo imposible)— nada lógico pueden articular.

 

Y en ese intento de amarse y comunicarse en un permanente acto fallido a bordo del taxi, de moteles y calles sin salida, el tránsito, el del taxi y su chófer y la colegiala sin pasado ni pertenencia, como una Anti-Alicia en el país de las Pesadillas —diría Enrique Lihn—, nos enfrenta a esos años, fines de los 70, en Chile, donde nada puede ser lo que quiere ser, y todas las calles, las rutas, conducen al absurdo pobre y a un enunciado del absurdo —sí, hay mucho de existencialismo en la película, desde la primera secuencia: no hay posibilidad de amar, quizá ni intenciones de ser amantes, y un recorrido por un Santiago tan fantasmal como en New York del taxista de Martin Scorsese, pero en blanco y negro y sin la violencia (explícita, porque la implícita es feroz) de sangre o balazos —que en filmes posteriores de Sánchez advendrán—, sino la locura en estado ascendente y la necesaria frustración de la historia que lleva a una grisalla vital absoluta.

 

El final, memorable (el chofer del taxi decide encerrarse en el portamaletas de su auto y quedarse ahí hasta ¿nuevo aviso?) termina de ¿explicarlo? todo. Chile, Santiago, seres marginales, bordeando la más magnifica enajenación. 1979. Sin salida posible. Sin salvación aparente. Sin una ruta sensata. Falacia existencial o pesadilla en estado puro.

 

Están muy presentes en la cinta Raúl Ruiz, del cual es un evidente, pero sagaz discípulo; Nicanor Parra —por Ruiz; Godard —por Sánchez; y, tal vez, el primer Pasolini, neorrealista, por la época, y la sordidez que envuelve toda la cinta negra y blanca. Y también un cultísimo y joven, en esos años, cineasta que ha leído y asimilado —y de qué manera— a Bataille, a Cioran y a Beckett, porque el erotismo degradado, el absurdo, la autodestrucción lindante al suicidio, al nihilismo, son unas de las muescas más presentes en su cine.

 

“De pronto es como si la propia realidad se hundiera, como si la propia realidad trivial trajera una especie de pasado inmemorial, extraño, o futuro, no se sabe lo que es, y que de alguna manera se incrusta en el presente. El pasado y el futuro incrustándose en el presente, y apareciendo de pronto. Entonces, ese juego es algo que para mí ha sido muy importante porque significa hacer que el espectador se interese por esta realidad trivial, pero yo no estoy creyendo que la realidad sea trivial, simplemente estoy esbozando un camino. Es como una asíntota de la realidad. Una imagen-hecho, diría Bazin a propósito del neorrealismo italiano. Yo exploro a fondo la asíntota. Me sumerjo en ese mundo y descubro la potencia que estaba ahí”, ha dicho Cristián Sánchez.

 


 

El zapato chino

Dirigida por Cristián Sánchez

1979, 71 minutos

Disponible en línea en Cineteca Nacional 

 

 

 

 

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