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Foto del escritorThomas Harris

SNUFF: corolario de la crueldad icónica



Leyenda urbana o realidad fílmica, se comenzó a tener noticias del snuff movies en Nueva York a mediados de los 70. Podría considerarse como la culminación de una modalidad icónica en permanente crescendo, la del cine de terror y el erótico. “El atractivo de las situaciones límite sustenta la lógica pulsional del snuff, encarnación del fantasma supremo, saciado con el placer de contemplar cómo el cuerpo sometido por su verdugo manifiesta su humanidad al perderla, primero con la súplica desesperada y finalmente con la muerte. Se trata de un regreso posmoderno a los viejos rituales del Coliseo romano”, dice Román Gubern en La imagen pornográfica y otras perversiones ópticas.


La ópera prima de Alejandro Amenábar, Tesis (1996), la que en Chile, al menos, llamara la atención sobre un sub-género cinematográfico más que heterodoxo, demencial, es el leit motiv que nos conduce por las imágenes más heterodoxas del cine en un notable libro de ensayos de Román Gubern, La imagen pornográfica y otras perversiones ópticas (Anagrama, 2009) que nos conduce por las imágenes más inquietantes del cine que trata de la imagen pornográfica y otras que se distancian de la norma de lo “normal” —o normalizado— y como él las llama, “otras perversiones ópticas”: es decir el trato, o el contrato, de la mirada con lo extremo o los extremos que, como dice Tzvetan Todorov en su Introducción a la literatura fantástica, por el mismo hecho de la sumisión del imaginario con lo otro, per se, se perciben como fantásticas; es decir, descentradas, al sacarnos de nuestro quicio, desquiciándonos y, por ende, llevan al ojo —nuestro ojo— al locus siniestro (Unheimlich). Nos referimos al snuff movies (aunque la película de Alejandro Amenábar no fue la primera en tratar el tema: Peeping Tom (1960) de Michael Powell; Hardcore (1979) de Paul Schrader, Videodrome (1982) de David Cronenberg o Henry, retrato de un asesino de John McNaughton, son antecedentes notables).


Desde un punto de vista formal, el snuff podría considerarse como la culminación de una modalidad icónica en permanente crescendo, la del cine de terror y el erótico, hasta sus manifestaciones más extremas, ya sean soft core o hard core. No es extraña ni antojadiza esta mutua atracción, ya que sus orígenes los hallamos en la novela gótica del siglo XVIII, desde los textos libertinos del marqués de Sade hasta las cumbres de la novela negra, como El Monje de G. M. Lewis o Melmoth, el errabundo de Maturin, en las cuales el pacto con el demonio unía ese modo narrativo que Tzvetan Todorov llamaría “extraño fantástico”, por la suspensión de la credibilidad producida en el lector, dado los extremos de crueldad y aberraciones sexuales en un marco referencial donde la crueldad extrema invocaba a lo sobrenatural. Fue sin duda la novela gótica, y, sobre todos, el Divino Marqués, donde el horror actual y también la pornografía, ya sea literaria o gráfica encuentran sus cimientes. Otro escritor libertino, un poco más olvidado que Sade, Restif de la Bretonne, acuñó el término pornographe en una obra de 1769, en el cual abogaba por un sistema de prostitución legal, en plena Ilustración, poco antes de la Revolución Francesa.


Pero ya lejanos a estos cimientes, no es el “cine arte” el que se encarga en la actualidad de proporcionar las imágenes que el lado oscuro de la imaginación solicita. Ya son un subgénero del terror los llamados splatter o gore, que exhiben con una crudeza “naturalista”, intestinos derramados, chorros de sangre, desmembramientos, torturas y mutilaciones. Si bien estas manifestaciones icónicas no son exclusivas del cine de terror, como nos lo hace ver Gubern en el texto citado más arriba, en Intolerancia (1916) de Griffith; El acorazado Potemkin (1926) de Eisenstein o Un perro andaluz (1929) de Buñuel, filmes en que si bien no fueron las mutilaciones y el derramamiento de sangre las verdaderas protagonistas, como sí lo han sido estilemas centrales del splatter y el gore, también escenifican ciertos grados de crueldad icónica. Tal vez un origen más espectacular y truculento, tal como los de estos filmes, sea el Grand Guignol francés del siglo XIX, donde se sometía al público a trucos sangrientos con argumentos mínimos e inexistentes, tal como en el hard core y, sobre todo, en la modalidad que nos preocupa, el snuff movies.


En el hard core y el snuff el punto en común es el estatuto de “no ficción”, de documental sin nada que documentar, salvo que los coitos y las muertes, en el caso del snuff, ocurren verdaderamente, y la cámara sólo se limita a registrarlos. Pero aun el cine pornográfico quiere mantener cierto estatus artístico y ficcional, como lo propone Boogie Nights (1997) de Paul Thomas Anderson, y además es una industria relativamente pesquisable, con directores y estrellas de renombre y atributos ad hoc, como Marilyn Chambers (conocida en el cine comercial en Rabid de David Cronenberg) o el mítico John Holmes, además de directores entre los que se encuentran, incluso, el inclasificable Jess Franco, o el director de terror bizarro italiano Joe D’Amato. Fuera de títulos notables como Garganta profunda (1972), El diablo y la señorita Holmes (1973) o Paraíso porno (1975). Pero el corolario de la crueldad icónica es el snuff movies. Leyenda urbana o realidad fílmica, se comenzó a tener noticias del snuff en Nueva York a mediados de los 70, en los locales de la calle 42, donde el productor Alain Shackleton recicló el filme de sexploitation, Slaughter o El ángel de la muerte, rodado en Argentina, que narraba las andanzas de un grupo de sicópatas tipo Charles Manson, al cual se le incluyeron escenas de una mujer asesinada a cuchilladas por un sujeto al cual no se le ve el rostro y que viste una camiseta con el eslogan: “Vida es muerte”. Se le tituló Snuff y se lo distribuyó en 1974 con la publicidad: “Filmado en Sudamérica donde la vida es barata”. Non coment.


El snuff sería entonces el género necrofílico y “sádico” por excelencia, ya que implica la muerte real de la víctima, supuestamente mujeres reclutadas en países del tercer mundo, y no sólo en Sudamérica, sino también en países asiáticos y balcánicos, sin la más mínima trama, ni tampoco escenas de violación o sexo: sólo la muerte cruda y banal, como diría Hanna Arendt. “Todo iba muy rápido” —cita Sarah Finger, en un reportaje dedicado al subgénero, al periodista francés Martin Monestier, quien aseguró haber visto un snuff a principio de los 80, en la casa de un magnate de la mafia neoyorquina: “las víctimas eran raptadas por hombres a los que sólo se les veía la espalda. Luego eran desnudadas rápidamente y asesinadas con arma blanca. El asesinato, que no era precedido de violación, era filmado muy de cerca sin ningún corte. Para el último plano, la cámara se alejaba del cadáver para filmarlo en plano general”.


La diferencia con documentales como los famosos Mondos italianos de los 60 —Mondo Cane, (1962) o Africa addio (1966)— y las no menos famosas Faces of Death (1978); así como las filmaciones de los exmarines Charles Ng y Leonard Lake, que grabaron en vídeo torturas y asesinatos en una casa aislada de Wylseyville en San Francisco, cuya noticia se publicó en el Newsweek del 24 de junio de 1985, es que el snuff supone un filme realizado ex profeso y por encargo a cambio de una millonaria suma por adictos a esta anómala y extrema “moda”.


Román Gubern, en su documentado y pertinente libro, plantea acertadamente que “si existe esta lucrativa oferta sádica es porque existe un mercado potencial para ella”, que atraviesa la delgada línea roja de filmes splatter extremos como Murder Set Pieces (2004) de Nick Palumbo o La filosofía de cuchillo del director soviético Andrey Iskanov, al asesinato real para satisfacer el placer erótico del voyerismo postmoderno y pre y postmortem de la crueldad más insensata y banal.


Sólo que subsiste la pregunta de la veracidad fáctica del snuff, dada la dificultad para incautar material de esta índole por su clandestinidad criminal y el mismo hecho de que para muchos es sólo una “leyenda urbana”, según el término acuñado o puesto en escena por Clive Barker en su notable cuento “Lo prohibido”, donde Helen, una tesista universitaria londinense, (“Grafitis: semiótica de la desesperación urbana”) encuentra unos grafitis perturbadores en un barrio, Spector Street, que poco a poco se ha ido degradando por la especulación inmobiliaria, cuento que sirve de base a una de las películas de terror mejor logradas de los años 90, Candyman (1992), dirigida por Bernard Rose). Algo así como el mito de los vampiros, que extraen su fuerza de que la opinión generalizada es que no existen.


Pero la Tesis de Amenábar es, como síntoma de nuestros tiempos, más que inquietante: “El atractivo de las situaciones límites —concluye Gubern al respecto en la obra citada— sustenta la lógica pulsional del snuff, encarnación del fantasma supremo, saciado con el placer de contemplar cómo el cuerpo sometido por su verdugo manifiesta su humanidad al perderla, primero con la súplica desesperada y finalmente con su muerte. Se trata de un regreso posmoderno a los rituales del viejo Coliseo romano”.


Un filme que si bien no tiene nada de un snuff, pero que nos enfrenta a la encarnación del asesino como “el fantasma supremo”, por su intolerable inasibilidad, por su suprema ductilidad y ubicuidad en tanto formulación de un Poder completamente extrínseco de la vida sobre la muerte, es Zodiac, el sexto filme de David Fincher, una propuesta lúcida, audaz, desestabilizadora, exasperante, y, sobre todo, de cine dentro del cine, de puro cine puro.



Los sucesos reales en los que se asienta la trama, los crímenes del famoso asesino del Zodíaco o Sam, que asola y trastoca las relaciones humanas y sociales en la ciudad de San Francisco (Spike Lee hizo otra versión del mismo serial killer, la excelente The Summer of Sam, con Adrien Brody, en 1999, esta vez situando las acciones y los crímenes de uno de los tantos bogeyman estadounidenses en Nueva York en la década de los 70, donde, al igual que en la versión de Fincher, la presencia del asesino serial es más que nada fantasmática, mental, omnisciente, pero nunca el eje fáctico en el que se articula el filme), más que un pretexto para desplegar un audaz ejercicio cinematográfico, son, diríamos, un subtexto, una diégesis subterránea, pero de tal potencia que se instala como un rizoma en todos los niveles, personajes y subtramas del filme, como una suerte de desgarrón colectivo que lleva a una mise en scene coral, en la que la figura retórica permanente es el quiasmo, el cruce entre parejas protagónicas: las del periodista escéptico interpretado por Robert Downey Jr. y el caricaturista experto en criptología, que persigue durante todo el metraje datos falsos con posibles mensajes cifrados (in)conducentes hacia el asesino, inteligentemente yuxtapuestos, como en esa famosa sentencia que dice que el demonio actúa mezclando una verdad con mil mentiras, y que es un lectura clave en Zodiac, dado que a lo que Fincher nos enfrenta es, justamente, al “corazón de las tinieblas”, al mal diluido y difuso, es decir, al mal en su esencia, su estatuto de negra pureza; y los policías, interpretados por Mark Ruffalo y Anthony Evans, que tras un comienzo vertiginoso, siguen a través de las décadas que atraviesa el filme, casi como una necesidad burocrática, de connotaciones kafkianas, las pistas inconducentes al asesino serial, dan cuenta de cómo esta estructura de parejas involucradas en un suceso ominoso, van decayendo y siendo marcadas por el asesino y sus crímenes —o los efectos de estos crímenes—, un asesino sin rostro —o con demasiadas máscaras— para terminar como ouróboros devorándose a sí mismos, en sendos procesos autodestructivos, que van desde el alcoholismo y la obsesión, hasta el desazón y las trabas burocráticas del sistema.


Y la verdad es que Fincher logra atraparnos a nosotros espectadores en su propia trampa bien urdida: pistas inconducentes, datos erráticos, identidades falseadas, agotadoras pesquisas que terminan en aporías o simples callejones sin salida, y un tempo pautado por estéticas que corresponden a la figuración del tiempo que transcurre en estéticas sucesivas, pero complementarias, que tienen como construcción formal, más que el referente temporal, la representación cinematográfica de ese referente, pero dónde, a través del uso implacable e inteligente de la representación, no cae ni en el pastiche ni en el espectáculo que suplanta la experiencia. Ahora bien, Fincher tiene muy claro que su propuesta fílmica es espectáculo, pero un espectáculo agotador, tramposo, disolvente: lo que hace tan notable este filme es que la trama pasa a segundo plano ya a la mitad del metraje (160 minutos, aproximadamente) y el espectador atento que le sigue el juego lo sabe, que todos los laberintos y meandros por los que los conduce la habilidad del director son la verdadera textura del filme: ya sea la evocativa música de Santana tras los créditos, cuando nos adentramos en un San Francisco tópico de principio de los filmes de los años 70, al desesperanzador final luminoso y contemporáneo del presente siglo que corre. Y producen el desmoronamiento, al ritmo de una monotonía ritual y a pesar de todo frenética, de los actores/víctimas, directa o indirectamente involucrados.


Los asesinatos —que van rediseñando la trama, como un leitmotiv brutal, nos recuerdan la existencia del asesino, que a pesar de su presencia difusa y confusa, no es abstracta—, son secos, fríos, desestabilizadores en su estética sin paliativos o sin una estética cool, es decir sin el manierismo o el humor negro de un Tarantino o unos hermanos Cohen— con excepciones como la adaptación de la novela No Country For Old Men de Cormac McCarthy (saludos, Cormac, allá dónde esté), nos enfrentan a la muerte tal como es o debe ser: como decía el pintor expresionista alemán Otto Dix, “la realidad sin paños calientes”. Un “almuerzo desnudo” es, finalmente, Zodiac, donde en la punta del tenedor de nuestra conciencia vemos el crimen frío y crudo, que asola por décadas a una ciudad marcada y a los más frágiles; es decir, los asesinados y los involucrados en los asesinatos, ya sea por fascinación o necesidad. Cada secuencia donde se comete un asesinato por obra o (des)gracia de Sam, perfectamente podría ser un snuff intercalado en la ficción, pero ficción al fin y al cabo.


Una secuencia de este filme para no olvidar: cuando el exproyeccionista y dibujante de carteles de un cinematógrafo ya desaparecido, aunque no sea precisamente el verdadero Sam; o lo sea, a esas alturas del metraje todo es dudoso y marcado por lo difuso, es decir, una creciente inestabilidad narrativa, lleva a su mundo subterráneo y siniestro a Gyllenhaal; estamos en presencia del mal en estado puro, un mal que destila un pasado de filmes azumagados y perdidos, y un sótano atestado de residuos paratextuales del cine o del mismo filme que estamos viendo: esa casa decadente, sórdida, espeluznante, y su sótano, arquetípico del cine de horror, es el puro Unheimlich freudiano, es decir lo mejor de Fincher, y en ella nos sumerge en un dèja vu de sus otros filmes más sórdidos y sólidos; Alien III, con una colonia penitenciaria espacial inutilizada, donde la tecnología pasa desde un estatus futurista e hípercodificado de preguntas rayanas a la metafísica, como en la magnífica 2001, odisea del espacio de Kubrik, a una imaginería gótica y corroída, claustrofóbica y penitencial, con un substrato foucaultiano de Alien III: los escenarios de los crímenes de Seven y la casa herrumbrosa de los conjurados de Fight Club (El club de la pelea, 1996, también conocida como El club de la lucha, novela escrita por Chuck Palahniuk), esa joya del tema del Doppelganger en clave posmoderna. Son los intersticios que nos obligan a seguir Fincher para dar con la verdadera trama o sentido de Zodiac: más que la crónica de un asesino en serie en una estética hiperrealista, lo subyacente y lo ominoso del aún irresuelto inconsciente colectivo norteamericano y su importación a nuestras multisalas en el correspondiente Mall, con sus respectivos combos de bebidas cola y pop corn.


Y también, claro, con esa radical pulsión del snuff, sin culpa y muy onerosa, del regreso posmoderno al Coliseo romano.




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