Sobre el cuerpo esquivo y otros desplazamientos
Desde su título, el libro de Pedro Araya, cuya aparición celebramos esta tarde, propone una borradura entre ciertos límites que han organizado el saber y sus prácticas en la cultura: Ficciones críticas pone en entredicho la diferencia entre escribir ficción, ficcionalizar, por un lado, y escribir crítica, criticar, por el otro lado. Lo que sostiene esta diferencia, traducida en hacer literatura, de un costado, y hacer crítica, por el otro, es decir, una acción entendida de cierta forma de primer orden y una de segundo orden, es la de pensar una cierta cronología, pero muchas veces también una jerarquía, entre ambos gestos. Lo primero que se escribe es la obra literaria, la que luego, en un segundo momento, es sometida a la mirada crítica de quienes se dedican a ella. Los críticos, segundos en llegar a la escena, no pueden existir sin los primeros, los escritores: por ello, es que estos serían indispensables, mientras que los segundos, en las visiones más despiadadas, emergen como una especie de chupasangre, vampiros que se alimentan de la materia prima de otros.
Lo que, no obstante, va emergiendo en la medida en que uno recorre los diversos textos que componen estas ficciones críticas de Pedro es la difuminación entre distintos tipos de escritura, como es el de la ficción y el de la crítica, pero a la que se suman otras fronteras puestas en cuestión, como las que separan la disciplina antropológica de la literaria, o la que pone de un lado la práctica de la lectura y de otro, la de la escritura. Araya entiende leer y escribir más bien como un proceso infinito y recursivo, donde un gesto es respondido por el otro, en un diálogo en el que las voces se confunden, se superponen y pueden intercambiarse los lugares del habla y de la escucha. Escribir se transforma en una forma de atenta escucha, de leer pausadamente, deteniéndose en aquello en lo que el lector-escritor depara. Escribir aparece, de este modo, en los ensayos de Pedro Araya, en tanto lectura, al mismo tiempo, intensiva y extensiva. Intensiva, porque escribir a partir de leer implica generar densidades que una lectura habitual no suele producir; extensivo, dado que lleva lo leído a otros lugares, cuya aparición solo emerge en el acto de la escritura.
En la introducción al libro, justamente titulada “Alguien lee lo que alguien escribe, se dice: “Alguien ha leído. Ha leído objetos, prácticas, lugares, huellas. Ha leído a flor de piel, ha leído lo más profundo, la piel, de las cosas. Ha leído cosas, ha leído el gesto de leer, el de escribir. Al leer se ha convertido en enredadera, se ha enredado… Ha escrito.” La figura de la enredadera sirve acá como metáfora de lo que ocurre cuando leer se convierte en escribir y cuando escribir se entiende como una manera de leer. Es potente y hermosa esta imagen botánica, pues la figura del enredo tiene que ver no solo con la falta de claridad -el enredo implica cierta opacidad que no permite la distinción- sino también con el anudamiento, con el ensamblaje de elementos de procedencia diversa. La enredadera escala muros, se mezcla con otros vegetales, utiliza estructuras que le son, en principio, ajenas.
No solo, como he dicho más arriba, se superponen la ficción y la crítica, la escritura y la lectura, sino también, en más de uno de los textos que componen este conjunto de Pedro Araya, hay una apuesta por entender la escritura como gesto antropológico. En el ensayo titulado “Antropologías, escrituras, lecciones”, el primero del libro, se retoma una anécdota que recoge Claude Lévi-Strauss en sus Tristes trópicos, en la que recrea la escena en la que el jefe de los nambiquara en Brasil traza unas líneas sobre un pedazo de papel, reproduciendo, en una “comedia”, así la interpretación del antropólogo Levi Strauss, el gesto de escribir. Para Lévi-Strauss, esta imitación implica una suerte de insubordinación a los signos, una forma de venerar una cultura que porque escribe sería superior, un arrodillarse frente a la cultura letrada. Y al reconocer esto, Levi-Strauss termina por atribuir a la escritura la función primaria del ejercicio de poder. Bien sabido, es que Derrida discute en su De la Gramatología la idea de que la lengua oral estaría más cerca de una supuesta autenticidad, para poner el acento en que la lengua siempre es mediación, en el sentido de ser un medio, por lo tanto diferido, desplazado con relación a lo que nombra o dice. Como este desplazamiento, esta diferencia, esta differance, es propia al lenguaje, este se funda sobre y no a pesar de ella. Si volvemos entonces a la escritura del jefe nambiquara, la pregunta que se abre, siguiendo a Araya que retoma la crítica derridiana a la mirada de Levi-Strauss sobre este episodio, es la que indaga en qué tipo de escritura serían estas líneas que dibujan un lenguaje desconocido. ¿Qué tipo de relación tienen las líneas con lo que estaría figurado con ellas? ¿Cuál es el afuera de esas líneas y de qué manera se desplaza en ellas el vínculo con lo que supuestamente debiesen de representar? Si el nombre de una cosa ocupa en la lengua el lugar de la cosa que nombra, la línea parece referirse a algo que no puede ser verificado fuera de ella. Lo que quedaría es un espacio interpretativo sugerido por la línea y el entrelíneas. Algo así como el negativo de las líneas; los huecos blancos que se hacen visibles porque los atraviesan líneas.
En el prólogo que le antecede a uno de sus poemarios, José Ángel Valente escribe: “En la cerámica china, el contorno aísla lo representado (fénix, murciélago, pez, dragón, rama de almendro) reduciéndolo a su soledad esencial. Loto, almendro, figura humana en meditación, sobre lo blanco, sobre el vacío esencial.”
La figura que emerge, lo hace desde su vaciamiento. Si nos enfrentamos, pensado literalmente, como ponernos de frente ante ellas, a las líneas del jefe nambiquara como si fueran una cerámica china, podríamos abrirnos a pensarlas no tan solo como ridícula imitación de la verdadera escritura concebida desde su capacidad comunicativa, sino, como lo plantea Pedro Araya, con relación a las particulares maneras en que la literatura nos puede hacer revisar las formas habituales de producir significado. La palabra se volvería así, por un momento, una línea que remite a su entrelíneas y en ese espacio liminal nos vuelve extranjeros frente a nuestra propia lengua. Un libro que reúne varios textos y conferencias que escribiera y dictara Foucault sobre la literatura, se titula La gran extranjera. Cito a Araya: “Ocupar el punto de vista nativo, significaría, así, la situación paradójica de hacerse extranjero con relación a su propio pensamiento, volviéndolo extraño, y al mismo tiempo hacerse nativo de un pensamiento foránea, borrando los límites entre ambos.” El auto de Ficciones críticas indica un posible camino para llegar convertirse en extranjero: volver la escritura a la etnografía, es decir, con la conciencia de que quien escribe se acerca a algo que tiene el potencial de desnaturalizar las maneras en que entendemos la vida. Sin arrogancia, sino con la humildad de quien está dispuesto a sorprenderse con aquello que se encuentra, en un punto intraducible a nuestras lenguas.
Es esta propuesta la que a su vez performa Pedro Araya cuando lee a los autores que pueblan los ensayos de este libro, a saber, Pedro Lemebel, Carlos Droguett, Raúl Zurita, Juan Emar, entre otros. Lo que Araya parece buscar en ellos son las formas particulares en los que estos autores han figurado el mundo, deconstruyendo las maneras habituales de entenderlo, de habitarlo y de configurar imágenes de él. Cuando habla de la novela Los asesinados del Segur Obrero, Araya va recorriendo la rabia de Droguett al escribir sobre esta masacre, que se expresa en asomarse a recovecos a los que solo la escritura literaria puede acceder: “Y en esa apropiación, desde la soledad, al intimar con la violencia que padece el otro, los otros, los mismos, al escribir con sangre, al escribir sangre, más que hacer suya la conciencia social, es mirar escribiendo, es saber la sangre (toda la sangre, la seca y la que se vierte en la misma incisión que es la escritura) al escribirla, Escribir es escrutar esa juntura, ese umbral central por significar, que transitan incesantemente lo humano y lo inhumano, ese hacerse hablante del viviente y hacerse viviente del habla, raspar esa línea divisoria sutilísima que las separa, donde resuena el testimonio.”
La metáfora de la escritura con sangre es antigua, ¿qué duda cabe? Me interesa, eso sí, insistir no tanto en la violencia que ello puede implicar sino en otra dimensión que me parece atraviesa las preocupaciones de Pedo Araya en sus ensayos: la relación compleja entre escritura y cuerpo. En el cuento de Kafka, “En la colonia penitenciaria”, el sueño del oficial que muestra al foráneo llegado a la colonia el funcionamiento de la máquina, tiene que ver con la borradura entre escritura y cuerpo, entre razón y dolor. La sentencia no es algo que se le dice a quien es castigado y sometido a la tortura de la máquina sino esta es inscrita sobre el cuerpo; la comprensión no pasa por la comunicación racional, sino por una escritura que debe ser aprehendida por el cuerpo. Si la tortura normalmente intenta sonsacar palabras retenidas en el torturado, en esta máquina ejecutora parece invertirse el procedimiento: las palabras son inscritas sobre la piel, deben convertirse en experiencia física antes que en palabras comprendidas por la capacidad cognitiva de la mente.
En su diatriba contra el art nouveau y la sobre decoración cultivada por los pintores y artistas de la Secession en el fin de siècle de Viena, ornamento y delito, el arquitecto Adolf Loos condena duramente a quienes se tatúan, pues se trataría de una especie de lengua primitiva que requiere del cuerpo para su exposición. Como muchos críticos culturales de la época, para Loos el lenguaje debía superar el cuerpo, desprendiéndose de él para hacerse eco de una razón no enturbiada por las necesidades o vulnerabilidades de la physis.
Araya repara en su ensayo sobre Juan Emar en la figura del cadáver del griego Epiménides quien, sorpresivamente, fue encontrado con la piel tatuada tras morir. No era, nos recuerda Pedro, una práctica habitual entre los griegos, tatuarse: era de bárbaros o de esclavos. La piel epidémica sirve de cifra para cosas secretas, contenidas en los hexámetros, en la poesía inscrita sobre/en el cuerpo de Epiménides. Lo que Araya destaca es precisamente el texto kafkiano que implica este cuerpo tatuado: difumina y hace indistinguible el cuerpo de la escritura: “He aquí entonces el cadáver de un hombre libre, cuya singularidad lo hace entrar en la memoria proverbial, instalado para siempre en Esparta, inseparable de su grammata. No haz distancia entre cuerpo y escritura, Epiménides rechaza tal diferencia, como queriendo remediar la situación establecida por Platón en el Fedro. Al tatuarse, Epiménides evita la separación que, para Platón, constituye uno de los más fuertes argumentos contra el uso de la escritura; su desligue del cuerpo”.
El cuerpo atraviesa los textos de Araya, desde los autores que comenta, como Lemebel y Perlongher, pero también está presente en su extraño desvanecimiento que ocurre en la fotografía y la imagen. En el texto que inicia con unas reflexiones sobre una plancha fotográfica de Muybridge, de finales del siglo XIX, en la que una mujer en movimiento se ladea y se escabulle a la mirada frontal del fotógrafo y del observador. Cuerpo y escritura, la escritura del cuerpo, el cuerpo de la escritura nunca pueden remitir sin resto una a la otra; se trata un vínculo necesariamente esquivo: la escritura de Araya logra pesquisar, y eso es uno de sus grandes méritos, esta fuga, sin renunciar a seguirle las pistas y recorrer sus huellas.
Texto leído en la presentación del libro Ficciones críticas. Antropologías, literaturas, visualidades de Pedro Araya Riquelme
Komorebi Ediciones, 2023
188 páginas