Sobre lo político de la hipersensibilidad
Hace algunos años atrás, en abril del 2019, unos estudiantes de arquitectura de la Universidad de Chile hicieron un paro para denunciar los problemas de salud mental que padecían debido a las excesivas demandas académicas. Decían sufrir de ansiedad y depresión y no era inusual que algunos fuesen invadidos por pensamientos suicidas. Estos reclamos rápidamente fueron apoyados y compartidos por estudiantes de diversas casas de estudio. Nuevamente, el mundo estudiantil se mostraba como portavoz y catalizador de problemáticas sociales (y fíjese, unos cuantos meses antes del estallido social de octubre) asociados a la salud mental que afectaban, según las cifras y a nivel nacional, tanto niños, adolescentes como adultos.
Las reacciones del espacio público frente a estos eventos fueron diversas, pero rápidamente se presentó un desencuentro entre generaciones. Proliferaron cuantiosos memes, estos pequeños artefactos discursivos, que mostraban el troleo de los más viejos hacia los más jóvenes. Estos últimos fueron tildados de flojos, cómodos, mimados e hipersensibles. En respuesta a estos prejuicios, la generación más joven insinuaba ciertas hipótesis algo incómodas e inquietantes que daban a entender el trasfondo de dichas percepciones. Sugerían que las generaciones más avanzadas tenían una visión distorsionada de lo que era o no violento. Los tildaron de conformistas, masoquistas, de normalizar situaciones de humillación en las aulas y, en un sentido más amplio, de ser esclavos pasivos de un sistema sociopolítico abusivo.
Ya han pasado cinco años y hoy existen ciertos fenómenos que siguen haciendo eco de estas problemáticas. Las tomas feministas con el develamiento de la estructura patriarcal, el estallido social y su denuncia hacia las instituciones que sostienen la indignidad de las condiciones de vida bajo los excesos del sistema capitalista neoliberal y el auge de los movimientos “Woke” han posibilitado un renovado debate sobre las formas de violencia y abuso perpetrados estructuralmente y reproducidos hasta en los acontecimientos más mundanos y domésticos. No solo se ha sofisticado la manera de identificar dichas prácticas, sino también se han creado nuevas tipificaciones para referirse al espectro cada vez más amplio de estas: “microagresiones”, “micromachismos”, “microtraumas”, todos conceptos que hacen referencia a fenómenos que anteriormente eran naturalizados y que no eran discriminados como acontecimientos violentos.
El espacio universitario, con el auge de las funas y el castigo social encausado a través de las redes sociales, se ha convertido en un espacio altamente complejo en el que se ha protocolizado los intercambios con tal de poder proteger a sus diversos actores. Podemos, por lo demás, plantear que todos los espacios sociales, al sensibilizarse con las nuevas formas de percibir y discriminar lo violento, han sido modificados, impactando los modos de referirse a otros, la regulación de las distancias entre los cuerpos, la redefinición de lo humorístico, y la regulación de las relaciones de poder.
Durante estos últimos años, la problemática de la convivencia estudiantil ha pasado a ser un foco clave para el buen funcionamiento de las casas de estudios y el ejercer de los profesores ha sido desafiante en la medida en que se ha instalado un ambiente inquietante y persecutorio. He oído de varios profesores haber vivido situaciones algo desconcertantes en el trato con estudiantes. Todos los ejemplos apuntan a haber sido interpelado por un estudiante que dice haberse sentido agredido/ofendido/abusado por una mirada, actitud, comportamiento, un aspecto relacionado con la carga académica, algún comentario etc. El docente fracasaría en ofrecer un “espacio seguro” para el debido desarrollo del proyecto educativo. Las autoridades universitarias se han tomado muy enserio la promoción de buenas costumbres desde el respeto y la tolerancia, sin embargo, las situaciones que se experimentan en el interior de los establecimientos son cada vez más difíciles de discernir e interpretar. En ciertos casos, distinguir lo violento ya no depende de una interacción y de una interpretación a posteriori de un grupo o de a dos, pero del sentir de uno.
Para que el sentir y luego la percepción puedan ser transmutadas en significaciones estos deben sufrir inexorablemente un proceso de transformación y negociación intersubjetivo, mediado por el lenguaje y la ley simbólica que nos enlaza los unos a los otros. En cierto sentido, las redefiniciones de lo violento nos han despojado momentáneamente de un “sentido común” (que dicho sea de paso siempre resulta una idea problemática), de acuerdos mínimos interpretativos.
El “Concept creep” acuñado por Nick Haslam habla de la creciente hipersensibilidad al daño. Refiere a una expansión semántica, en este caso, del daño y la psicopatología en el ámbito de la psiquiatría. Un concepto psicopatológico puede extenderse a formas cada vez más leve de presentación de síntoma y, por otro lado, abarcar una nueva clase de fenómeno cualitativamente diferentes o aplicarse a un nuevo contexto. Por ejemplo, en el caso del trauma se hablaba de un suceso que sería capaz de originar síntomas y malestar en casi todas las personas y hacía referencia a una experiencia que se encontraba fuera del rango habitual de la experiencia humana. Luego, incluyó la exposición indirecta al suceso traumático y se fueron ampliando cada vez más las posibles experiencias traumáticas. Hoy, el suceso o experiencia traumática puede ser traumática, aunque no sea una amenaza a la vida y aunque no se encuentre fuera del rango normal de la experiencia humana. Esto tendría como consecuencia que el concepto se haga cada vez más amplio y que se defina en base a criterios cada vez más subjetivos. Según Malo (2021), este progreso moral tendría como posible efecto colateral incrementar la identificación de personas con la noción de víctima y, por otro lado, aumentar el encasillamiento de los villanos morales. Produciría, a su vez, una psiquiatrización o psicologización de problemas cotidianos y ampliaría las percepciones negativas de las experiencias en general.
Algunos autores, como por ejemplo Peña (2023), parecen sugerir que el trabajo de lo psi representa un espacio que exacerba las emociones e hipertrofia al yo, debilitando el interés por el lazo social. Señala que este repliegue sobre el sí mismo tiene relación con el empobrecimiento del espacio comunitario. En un momento de anomia, concepto que para él define lo que estamos viviendo en Chile, el debilitamiento institucional ha dejado al sujeto sin orientación normativa compartida dando lugar al “absolutismo de la propia voluntad” (p. 73). El sujeto construye desde su sentir la única fuente de certeza. Esto llevaría a las nuevas generaciones a padecer de una hiperestesia social, una suerte de extrema sensibilidad en la interacción.
La hiperexpresividad ha encontrado en las redes sociales un espacio privilegiado para las confesiones públicas de lo íntimo, para los vómitos emocionales y la disgregación del pensamiento convertido en un flujo de opinología que vuelve insoportable la presencia del semejante y del Otro digital. Cómo diria Chul Han (2015) “A través de los medios digitales intentamos hoy acercar al otro tanto como sea posible, destruir la distancia frente a él, para establecer cercanía. Pero con ello no tenemos nada del otro, sino, que más bien lo hacemos desaparecer. En este sentido, la cercanía es una negatividad en cuanto lleva inscrita una lejanía. Por el contrario, en nuestro tiempo se produce una eliminación total de la lejanía. Pero esta, en lugar de producir cercanía, la destruye en sentido estricto. En vez de cercanía surge una falta de distancia” (p. 25). Las redes sociales hicieron demasiado vasto el mundo, demasiado acontecido.
En el momento cúlmine de las tomas feministas, muchos estudiantes me hablaban de los debates que sostenían en torno al tema de la jerarquización del sufrimiento. Surge de ahí la idea de que todo sufrimiento, independiente de quien lo viva y en qué condiciones o intensidades vale por igual. Pero los conflictos tanto individuales como sociales no dejan de enseñarnos lo contrario. En la medida en que lo político emerge de la relación con otros, la mayor sensibilización y rechazo social acerca de los aspectos de lo violento abre un campo de lucha en torno a la capacidad de empuje político que puede tener el asunto de la victimización, legitimando, en algunos casos, ciertos sufrimientos por sobre otros.
Schulman (2017) señala que hoy, el desafío es poder distinguir entre abuso y conflicto. Existirían fenómenos culturales que llevarían a una sobredimensión del daño la cual dificultaría los reconocimientos legítimos de la violencia y opresión real.
Los cambios producidos en el sistema moral muestran que lo que hoy se castiga no es un pecador habitado por deseos inconscientes indecorosos, sino más bien un victimario del orden de un narcisista tóxico que padece de un déficit en su capacidad empática.
Una posición de vulnerabilidad puede llegar a sustentar el poder, desplazando así, al tradicional macho opresor, insensible, bully, con poder económico, posicionado en cupulas de poder y con importante acceso al goce. El sistema patriarcal lograba exitosamente presentar una estructura social con tintes democráticos sostenido en una supuesta igualdad entre sujetos, en donde, sin embargo, un grupo reducido podía sostener y actuar conforme a la arcaica fantasía e identificación con el padre de la horda primitiva. Esa vieja posición abandonada para posibilitar los lazos socio cultural de cooperación, se mantiene en el trasfondo como la posición deseada desde el patriarcado y la desviación de lo neoliberal encarnada en la imagen del lobo de Wall Street como su sujeto paradigmático y, desde el ámbito universitario, del profesor hombre genio, detentor del saber, sádico como lo podemos encontrar en el profesor de jazz de la película Whiplash.
Las tesis con su canción “un violador en tu camino” apuntan a las posiciones tradicionales de poder desde las diversas instituciones, tanto públicas como privadas, que la sustentan:
El violador eres tú
… Son los pacosLos juecesEl estadoEl Presidente
… El Estado opresor es un macho violadorEl Estado opresor es un macho violador
Desde el movimiento ME TOO# en adelante, se genera una inversión en el que el poder se ha desplazado del lado del sujeto vulnerable. Mientras el lugar de victima queda investido de un poder político, se sigue incrementando el desprestigio del sujeto que detenta una posición típica de poder. Esto marca un avance positivo en la distribución del poder, pero también hemos podidos apreciar usos indiscriminados de la victimización como modo de anulación y dominación del Otro. Tras estas nuevas expresiones del juego político, se despliega algo de un fantasma social que da cuenta de un malestar subterráneo y que desde los movimientos feministas y el estallido social en adelante no ha podido ser contenido, interpretado y verbalizado a través de un discurso vivo.
Cuando se confunde conflicto con abuso y la asimetría está bajo sospecha, esta es vivida como amenazante. La ambigüedad de muchas situaciones sociales se basa en la naturaleza enigmática del deseo del Otro. Nunca puedo saber con certeza su acontecer psíquico. De lo contrario, nos encontramos en el territorio de la paranoia y de sus certezas inquebrantables acerca de las intenciones ajenas. La proyección masiva que podemos encontrar en este tipo de situación nos habla justamente de su carácter paranoico y de la anulación que provoca en la opacidad del Otro.
Lo Woke ha afinado virtuosamente nuestra sensibilidad hacia la violencia y la injusticia, pero desde su vertiente más radical, confunde conflicto con abuso, exacerbando una hipersensibilidad que a su vez ha desembocado en un estado de hipervigilancia. Tendríamos que diferenciar la hipersensibilidad que se encuentra en ciertos cuadros clínicos y que muestra relación con la sensorialidad. Aquí hacemos referencia a la exacerbación de una sensibilidad hacia acontecimientos socio políticos que desemboca en una hipersensibilidad caracterizada por la inmersión en un estado solipsista que elude la castración, una exaltación del yo en el que este pierde sus bordes proyectando masivamente un fantasma tanto individual como social.
La hipersensibilidad que conduce a una posición de víctima se ha convertido en algunos casos en una estrategia política de negociación con el Otro, pero su expresión radicalizada lo imposibilita al desarticular las posibilidades de lo simbólico. Se impide la incidencia del Otro, no solo como un posible causante de deseo, pero en este caso en específico, como otredad que impacta, que desequilibra, que interroga y nos obliga a lidiar con la duda. Eso Otro que lleva a permanentemente buscar(me) para encontrar(me). Tantear lo no yo en el arte de discernir, esbozar, insinuar, intuir la emergencia de un hallazgo, de “eso” incierto e indescifrable totalmente.
Cuando no hay espacio para hablar los conflictos, se debilita la función del lenguaje que posibilita matizar el lugar predominante que el goce ha colonizado. Impide que una serie de significante sostenga los lazos, y, en una función más amplia, sujete la estructura simbólica del cuerpo social.
La hipersensibilidad conlleva una incontinencia de las emociones y de los fantasmas. El debilitamiento del lenguaje y su función mediadora da paso al acting out, a la compulsión a la repetición gozosa y su potencialidad destructiva. Para Chul-Han, en la sociedad que él denomina de la transparencia, existe un excesivo desnudamiento de lo íntimo, una pornográfica falta de distancia. Épocas anteriores se caracterizaban por la represión e inexpresión de lo emocional, hoy, cierta popularización y tergiversación de ciertos planteamientos psicológicos han llevado a transformar la exteriorización de lo interno en un imperativo. Estas dos polaridades, la represión y la incontinencia, hablan del deterioro de un espacio intermedio propio de las potencialidades de lo psíquico.
El victimismo ha adquirido un enorme poder a través de la vitrina digital transformadas en un tribunal popular que denuncia y castiga lo abusivo. Estas prácticas fomentan el exhibicionismo moral a través del cual sujetos alcanzan un estatuto social de redentores. En estos escenarios cuesta pensar lo político como las negociaciones inherentes a los intercambios intersubjetivos. Lo político queda relegado al orden de la subyugación del Otro. Al desprestigiar a otro, desde un lugar de víctima, se desmantela automáticamente su posición como sujeto de derecho. Resulta sorprendente la velocidad en la que hoy se puede deshonrar a una persona, impactado por la destructividad de la vergüenza social, lugar en dónde se juega la desafiliación del lazo social y la consecuente deshumanización.
Las expresiones de hipersensibilidad exacerbada nos dan noticia del fantasma social que se exterioriza en estos intercambios sintomatológicos y que desde las tomas feministas y luego a través del estallido social ha expresado una sensación sistemática y generalizada de abuso e indignidad. El síntoma es un lugar de “densificación del sentido” (Recalcati, 2010, p. 104) que requiere ser explorado para sondar, en este caso, la historia social que no ha podido entrar en el decir. El acting out que se escenifica en la confusión del conflicto con el abuso presenta un cierto drama de nuestro tiempo, la de una relación con un Otro ahora siempre señalado como abusivo y que siempre deja insatisfecho y decepcionado. Esta compulsión a la repetición en el que se recrea un pensar inconsciente, reproduce una escena fantasmal social que evidencia que la relación con el Otro, la realidad sociopolítica chilena, está fracturada. El victimismo se transforma en portavoz de un malestar que no ha podido ser tramitado por ser renegado por las diversas instituciones y por los discursos actuales. La imposibilidad de apuntar a los excesos del sistema económico implica desplazarnos a problemáticas sustitutivas y segundarias que se diluyen en los conflictos estériles de la politiquería de nuestros representantes. El Chile del expresidente Sebastián Piñera visto como un oasis dentro de América Latina muestra la ceguera ante nuestra enfermedad. Las últimas encuestas señalan que la mayoría de los chilenos ven el estallido social como un acontecimiento que perjudicó a nuestro país. Esta afirmación es grave en la medida en que propicia el extravío del eslabón que nos puede dar a entender el origen del malestar. La violencia se encuentra también en este permanente acto de negación. Se expresa el dolor, la violencia, pero no se contiene, transforma y da vida a la indignación a través de la construcción de un discurso político propositivo y cohesivo.
La hipersensibilidad que es expresión de desesperanza, frustración y sensación de abuso termina reproduciendo la violencia y la anulación del Otro. Adopta el lugar de un goce social que estanca los anhelos de potencialidades creativas y de una cierta poética.
La condición de víctima requiere de su superación. Esa posición e identidad está condicionada por el mismo poder de la cual se intenta emancipar. Jorge Alemán señala que el deseo de transformar surge de la desvictimización. Esto no quiere decir que el sujeto olvida su dolor ni quienes se lo infligieron, pero se niega a recibir desde ese lugar aquello que lo identifica.