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Sombra sonora del Futuro: Eunice Odio


Hay un abismo entre el reconocimiento a la poeta costarricense Eunice Odio (1919-1974) y la inmensidad de su escritura, pero no es el único abismo que su obra ostenta. Ni el mayor. Porque lo más abismante se abre entre la lectura de sus versos y la realidad que nos rodea una vez terminada esa lectura. No porque se aleje o desentienda de lo real para situar sus versos en el escenario de una evasiva fantasía o de un rebuscado delirio, sino porque con su escritura parece estar intentando dar cuenta de otro orden de cosas, descubriendo un concierto del mundo donde pasado y presente y futuro se rozan y hasta confunden del mismo modo en que indiscernibles resultan el cuerpo y el alma, las sensaciones y las ideas, la materia y lo angélico –lo angélico (“ángeles murmurantes disfrazados de agua”) como símbolo de lo sagrado, esa gran presencia que atraviesa toda su obra, sin beatería alguna.


Y en ese cometido, lo que habitualmente vemos y oímos logra esta poesía que lo veamos y oigamos como por primera vez, sea un bosque, un teléfono, una mariposa, la voz de Louis Armstrong, el pan, el polvo, el agua o una clase de matemáticas, que acá es perfectamente posible que exponga cómo “el corazón de un dígito / se para en el cuaderno / y un diez redondo clama contra el muro”.


Misteriosa, inagotable, compleja a veces pero magnética siempre y en cada lectura más, de la poesía de Eunice Odio también podría decirse lo que dijo Cioran en “El vértigo de la plenitud” sobre la poesía de Saint-John Perse: “Si se ha extendido más allá de lo inmediato y lo finito, fuera de esa inteligibilidad que es límite y consentimiento al límite, no ha sido para escoger la vaguedad, preludio poético de la vacuidad, sino para perseguir al Ser, único medio que posee para escapar al terror de la carencia”.


El terror de la carencia, el horror al vacío, la percepción de un desconcierto total pero a la vez la intuición o al menos la añoranza de una unidad cósmica podría, así, ser en Eunice Odio el móvil que la lleva a dar cuenta de experiencias que la desbordan pero que conjuran ese vacío, y que son básicamente las experiencias eróticas, las místicas y las amistosas. Esas tres dimensiones vitales parecen ser las que colman sus denuedos, las que incitan su inteligencia intuitiva y su abrazo metafísico. Y si el terror de la carencia es el móvil, la escritura sería el combate para no extraviarse sino abrir un sentido posible, una búsqueda que ante todo es de sí misma: “Si pudiera abrir mi gruesa flor / para ver su geografía íntima, / su dulce orografía de gruesa flor: / si pudiera saltar desde los ojos / para verme, abierta al sol, / si no me golpeara de pronto, en la mejilla, / esta reunida sombra, / esta orilla de silencio”.


Este afán de sobreponerse a la desolación, a la “reunida sombra” que se ha vislumbrado, de perseverar en la palabra a toda costa y no varar en “esta orilla de silencio”, recuerda la actitud resistente de un poema de Eugenio Montale donde una mañana, andando “por un aire de vidrio”, un caminante da vuelta de súbito la vista y contempla el milagro: “la nada a mis espaldas, el vacío detrás / de mí, con un terror de borracho”, pese a lo cual sigue adelante, con su secreto a cuestas.


De esa conciencia, de ese secreto proviene en los grandes poetas la urgencia de abordar lo metafísico sin desatender lo físico, “con la mirada huyendo en una lágrima”. Eunice remueve y renueva las maneras del castellano para hacerlo decir lo indecible (“cómo hacemos, amigo, para decirte / que estamos casi al frente de nuestro cuerpo”), lo que se escapa no bien se muestra, por eso al leerla “en vez de ojos tenemos visiones, imágenes del aire”, y por eso en sus versos los sujetos y los objetos asumen nuevas posibilidades de ser y estar, los verbos se abren a nuevas relaciones y el cuerpo funciona de otro modo:


como si fuéramos un vientre luminoso;

un vientre la alegría que nos devora,

un vientre el sueño que nos aniquila,

un vientre nuestra boca sin palabras;

un vientre nuestra piel...



Para dar cuenta de la vertiginosa aventura que la lengua emprende en la obra de Eunice Odio se podría hacer un paralelo con la escritura de Gabriela Mistral –aunque a primera vista lo que hacen es muy distinto y en Eunice se impone el verso libre–, por la condensación de sentido que ambas logran en sus mayores poemas y prosas y por ese extrañamiento cautivador que les imprimen tanto a las cosas como a la sintaxis usual, y a cuyo hilo también se podría pensar en una similitud con César Vallejo, en el sentido en que Ricardo Piglia decía que el poeta peruano “escribe en una lengua privada, una especie de castellano futuro en el que se podrá por fin decir lo que todos hemos tratado inútilmente de decir”.


En Eunice Odio, ese uso intensivo y nuevo o futuro del castellano no es experimentalismo vano ni malabar palabrero sino síntesis y aprovechamiento al máximo de cada verso, un colmar de sentido hasta los puntos suspensivos y un extremar los recursos habituales de la poesía, como la metáfora, la repetición y la personificación (“se apresuran todas las flores”, “la madera pensativa”), de tal manera que de cabeza y cuerpo entero “vamos al gran torrente que imagina”, y eso es precisamente lo que genera en su lectura ese abismo ya mencionado que abre la posibilidad de visiones inauditas que ayudan a entender, o intuir, lo que somos, lo que no somos, lo que seremos: la materia y el deseo, la plenitud, la muerte.


***


Eunice Odio nació en San José de Costa Rica en 1919. Vivió la primera niñez sin ir al colegio pero escapándose constantemente de casa, sola, según ella misma recordaría en sus cartas. Luego, por mediación de una tía, fue a la escuela y descubrió la lectura y se sumergió en ella, abandonando los callejeos por la luz del alejamiento y la literatura: “Se acabaron las fugas, las perradas, la movilidad permanente… Leía sin parar: en realidad, dejé de ser niña, en el estricto sentido de la palabra, a los ocho años”. Pero pronto todo oscurecería: era aún adolescente cuando murió su madre y recién entonces su padre la reconoció legalmente, dándole su apellido, Odio. Muy joven se casó con un hombre de quien sólo terminó apreciando su gran biblioteca. Se separó al poco tiempo, en 1947 se fue a vivir a Guatemala, escribió, publicó su primer libro, fue premiada, simpatizó con las ideas de izquierda, recorrió Cuba y Centroamérica y en su paso por Nicaragua se ganó la temprana admiración de quien quizás sea su más auténtico par en la lengua, Carlos Martínez Rivas, el autor de La insurrección solitaria, que le dedicó un hondo poema: “Tú bisel, bisagra, ángulo, eres, / allí el nudo ciego de la lid, del combate / entre lo que intenta revelarse, obtener, / y lo que trata de poner al hombre al amparo / de lo que no podría soportar”.


A mediados de los años cincuenta Odio se radicó en México, donde se casó de nuevo, esta vez felizmente, con el pintor Rodolfo Zanabria. Trabajó como periodista y traductora y trabó amistad con Elena Garro y Octavio Paz, entre otros. En una de sus cartas cuenta la vez que Paz, “en el colmo de la solemnidad y la seriedad”, le dijo: “Tú, querida, eres de la línea de poetas que inventan una mitología propia, como Blake, como Saint-John Perse, como Ezra Pound, y que están fregados, porque nadie los entiende hasta que tienen años o aún siglos de muertos”. Ante el recuerdo de esas palabras, Eunice comenta: “¡Qué consolador!”. Y dejando ver su humor escéptico, remata: “Como profeta es una pantufla”.


Poco se demoró en alejarse de las ideas de izquierda hasta volverse derechamente anticomunista: su indisimulado anticastrismo, así como sus tempranas y furibundas arremetidas contra la Unión Soviética, Sartre y otras figuras icónicas seguramente han de haber incrementado la desatención a una obra poética cuyo peso con el solo correr de los años sepultaría, sepultará, a tantos.


Pero al tiempo que no se arredraba a la hora de expresar públicamente su pensamiento, se fue ensimismando, se separó otra vez, empobreció y, junto a la escritura –ya principalmente epistolar–, se encerró en el alcohol, la teosofía y el esoterismo, alcanzando arrebatos y trances como los que describe en sus cartas ya legendarias.


En 1974, alertados por el fuerte olor que denunciaron los vecinos, una amiga y la policía entraron a su departamento y encontraron su cadáver en la tina. Había muerto aproximadamente diez días antes, de causas no del todo clarificadas, aunque no habría sido suicidio. Tras difundirse la noticia, Augusto Monterroso escribió que Eunice Odio “quemaba; no daba cuartel; no lo pedía. Su vida correspondió siempre a su muerte. En esto fue consecuente y nadie debe quejarse: estuvo viva, está muerta, está viva”.


***


Lo que Eunice Odio hace en verso –una “poesía místico-metafísica”, en palabras de la escritora Rima de Vallbona– a su manera también lo hace en prosa, especialmente en su correspondencia y en su obra ensayística, tan aguda como polémica. En uno de sus ensayos, que es una respuesta a una entrevista que concediera el escritor mexicano Salvador Elizondo quejándose de lo ríspido, limitado y abundante en metáforas y sinónimos de nuestra lengua, Odio lleva a cabo una “defensa del castellano” de una contundencia tal que sólo puede realizarla alguien que vive la lengua o, más bien, en quien la lengua vive. En veinte páginas Odio desmonta uno por uno los puntos de Elizondo, el autor de Farabeuf, no sin mordacidad: “¿Cuál es el pleito que peleas? Prescinde tú de todos los adjetivos. Jamás modifiques el substantivo. Nadie va a encarcelarte porque empobrezcas tu expresión. Para eso vivimos en México, una república democrática”. Pero más allá del talante pendenciero del texto, se trata de un ensayo extraordinario sobre la grandeza y ductilidad del castellano según lo veía y lo ejercía Eunice Odio, como una lengua especialmente rica en posibilidades, ritmos y derivas.


Ilustrativa es su defensa del hecho de que en castellano el verbo ser y el verbo estar convivan y no signifiquen lo mismo como en otras lenguas. Esto a propósito del alegato de Elizondo de que el castellano “tiene sólo dos formas ontológicas de expresar el verbo ser o estar”, siendo que el alemán tiene diecisiete. Eunice le hace ver su equivocación en estos elocuentes términos: “Pues no, señor. En esa O está todo el mal o sea tu error grave. Porque no es el alemán el idioma en que podemos decir ser o estar, ya que en tal lengua no se trata de ser o estar sino de ser y estar, puesto que en ella no hay diferencia ninguna entre esos dos estados tan fundamentales y ‘ontológicamente’ distintos y, por lo tanto, no cabe, donde y como la empleaste, la disyuntiva O. La absolutamente necesaria, para el caso, es la copulativa Y”. Y el remate poco más adelante de su argumentación amerita la cita extensa: “El español que menosprecias es el único idioma de nuestros días que te permite decir: estaba en tal parte y era en tal otra, o lo contrario. ¿Te parece poco? Tú en español puedes estar en Calcuta y, al mismo tiempo, ser en México o en Londres, a la par de alguien que amas entrañablemente. El español es el único idioma occidental, cuyos hacedores intuyeron los hoy llamados fenómenos parapsicológicos y dieron instrumento adecuado para decir de ellos”. Eunice está en el nivel de vuelo de Vallejo, que en Trilce escribió “ahora me he sentado a caminar”, un verso que no es una mera paradoja sino una imagen que refrenda con acero resplandeciente la idea de que en castellano perfectamente se puede estar en una parte y ser en otra.


Pero su prosa decantó inmejorablemente en el género epistolar. Es significativa y extensa la correspondencia que mantuvo con el poeta y editor venezolano Juan Liscano. Son una treintena de cartas escritas entre 1965 y el año de su muerte, 1974. En ellas Eunice hace una especie de autobiografía intelectual y estética y, no cabe otro término, espiritual –porque da cuenta de esas experiencias y fenómenos que ella misma llamaba “ultraluminosos”. Un día, por ejemplo, despertó y mientras esperaba que le trajeran el café a la cama, “empezaron a salir, de mi cuerpo, una enorme cantidad de filamentos luminosos, que tendrían entre 6 y 8 cm de largo y el grueso de un cabello muy fino”.


Y no es un caso anecdótico, sino una cuestión que cobra creciente protagonismo en su cotidianidad. Por eso insiste y profundiza, defensiva ante las suspicacias de sus interlocutores (“no hay la menor probabilidad de que delire”), en experiencias así, como cuando observa en su refrigerador las mutaciones de una naranja que pasa de estar como “cartón prensado: seca, sosa” a “ser la naranja más jugosa que se puede encontrar”. Esta presencia gravitante y mágica que van adquiriendo los elementos naturales en su escritura recuerda las experiencias “luminosas” que, aunque en bien distinto tono, expone Mario Levrero en su obra tardía cuando, por ejemplo, en un racimo de uvas o en una abeja libando una flor vislumbra un día a Dios. Y sobre todo recuerda la escritura salvaje de Marosa di Giorgio y su poesía protagonizada por vegetales y frutas y flores donde no hay bucolismo ni inocencia alguna sino una especie de lucidez sicodélica y erótica que se vincula directamente a las cosas, que se vuelven “más próximas y exaltadas”, siendo el humano parte de una totalidad en la que es posible, como escribe Odio, “correr y madrugar en pájaros, y equivocarse de pecho y ponerse, / como ciertas flores / un corazón de pana en la mañana”.


Y a medida que va entrando en confianza en las cartas se va revelando, mostrándose: “fumo; no soy anormalmente mala ni anormalmente buena; no me parece que soy impura ni purísima; soy normalmente buena y mala; pura e impura”. Un día le confiesa a su amigo “un deseo asesino de hacerte el sicoanálisis”, otro se define contraria al feminismo en duros términos –gran paradoja pues literariamente fue una emancipada–, otro se declara admiradora de Vallejo (“un caso extremo”), de Pizarnik, de Olga Orozco, en otras ocasiones habla de su amistad con Elena Garro y la devoción que las une por el Arcángel San Gabriel o del encierro y la soledad, estados que le acomodan aunque está en contra del ensimismamiento total porque “el poeta anda buscando a Dios y sólo lo encuentra en el fondo de los hombres”. Quedaría por comentar su ironía, como la que asoma en su comentario sobre un amigo poeta que escribió “Tengo hambre de infinito, oh nubes que pasáis, / dadme consejo”, pero que en la versión impresa se fue de errata: “Tengo hambre de infinito, oh nubes que pasáis, / dadme CONEJO”. Y es que de las palabras y las amistades se trata en buena medida su obra entera; por eso es tan deslumbrante en sus elegías, colosal conversadora con los muertos como fue.


***


Respecto a su desconocimiento, hay que decir que es relativo y principalmente sudamericano, pero aun así representa un abismo en relación con la magnitud de su obra. Colaboran varias causas, en primer lugar la obliteración de las autoras, en especial en el siglo XX latinoamericano. De la mano de eso, el carácter veleidoso y polemista de Odio (inaceptable por entonces en una mujer de letras) y su decidida oposición a los sentidos comunes y las militancias de la época sin duda han hecho lo suyo. A eso hay que sumarle la irregular circulación editorial de la poesía en los ámbitos de la lengua y una curiosa desatención por las escrituras poéticas surgidas en Centroamérica.


Con todo, siempre hubo y habrá ojos para una obra así. Como Monterroso, como Martínez Rivas, como Elena Garro, existen muchos admiradores y sobre todo admiradoras de la obra de Eunice Odio. Críticas y estudiosas como Tania Pleitez Vela, por ejemplo, que ve en sus poemas “pociones de abismo vibrantes”, o Peggy von Mayer, editora de sus obras completas que ha celebrado su pionero “cantar con una voz clara, audaz y desinhibida la sexualidad”. Cada vez se la reedita y traduce más y se publican nuevos ensayos y libros sobre su obra. Pero ni todas las miradas juntas la agotan porque, como toda obra verdaderamente fuera de serie, la suya reclama varios ojos: ojos lectores, ojos críticos, ojos admirativos.


En Amuleto, la novela de Roberto Bolaño, la protagonista Auxilio Lacouture se proyecta en su arrebatado discurrir en algunas grandes creadoras y la incluye: “Iba desperdigando mis escasas pertenencias en casas de amigas y amigos, mi ropa, mis libros, mis revistas, mis fotos, yo Remedios Varo, yo Leonora Carrington, yo Eunice Odio, yo Lilian Serpas”. Más allá de esa mención, hubo otros chilenos atentos a Eunice Odio. El poeta Alberto Baeza Flores, por ejemplo, por cuya mediación se publicó en Mendoza, en 1953, una primera muestra de sus poemas sueltos. Y luego hubo dos chilenos que supieron reconocer su categoría excepcional: Humberto Díaz-Casanueva y Rosamel del Valle; ambos, junto a la esposa de este, Thérese Dulac (“Teresa”), protagonizaron una amistad con Eunice en los años en que coincidieron en Nueva York y que cristalizó en el largo y alucinante poema que cierra esta antología, “En la vida y en la muerte de Rosamel del Valle”. Por su parte, Díaz-Casanueva prologó una antología de Odio publicada póstumamente en el legendario sello venezolano Monte Ávila: “Ignorada, incomprendida… No tiene justificación una ignorancia que equivale a una arbitrariedad: a la proscripción del territorio de América de uno de sus valores más verticales, poderosos y heroicos”.


Y es que Eunice Odio escribió tempranamente una poesía cuya lectura supone lo que quería Rimbaud que supusiera toda gran poesía, un desarreglo de todos los sentidos. “Anotaba lo inexpresable. Fijaba vértigos”, diría el poeta francés. Con poco hizo mucho, Eunice. En rigor, además de poemas sueltos, publicó sólo tres libros de poesía. El primero es un largo poema en ocho cantos: Los elementos terrestres (1948), que tiene el efecto de un “golpe de viento nuevo”, para decirlo con un verso suyo, y que expone una visión erótica y una búsqueda mística que podrían relacionarse con San Juan de la Cruz y en cierto modo con Safo, pero ante todo, como ha señalado la crítica, con el Cantar de los cantares. El segundo libro fue la breve recopilación aparecida en Argentina en 1953, Zona en territorio del alba. Y el tercero es una cima de la poesía castellana, un poema dramático hecho de varias voces y casi 500 páginas: El tránsito de fuego (1957), entre cuyos más de 10.000 versos se leen maravillas como esta: “Por la calle va un hombre. / Tiene esqueleto de ir, él solo, tiernamente / a su primer recuerdo”. O esta:


Quisiera desprenderme de mí,

romper con la profunda unidad de mis huesos,

desarraigar mis sienes de su limpio aposento,

sacar a mi criatura del claustro en que la lloro.


Si para dar cuenta de los alcances y quiebres de la lengua en sus poemas cabría pensar en Mistral y Vallejo, y para dimensionar la libertad de sus imágenes, en la obra de su admirado Huidobro o de Marosa di Giorgio, para dar una justa idea de la apertura que el pensamiento y la intuición tienen en los versos de Eunice Odio habría que remitirse a escrituras radicales como la de Clarice Lispector, donde la percepción y una inteligencia preclara se alían para abrir sendas en lo desconocido, en esa “agua viva” donde muerte y vida se arremolinan. “A veces pienso que tengo una suerte loca, porque todo se confabula para que pueda ver y oír cosas inefables que no parecen de este mundo, sino la avanzada de otro”, escribió Eunice en 1965 a Juan Liscano. Y es que hay en ambas autoras (como, a su muy distinta manera, en la obra de la chilena Ximena Rivera Órdenes) la intuición de algo que no cualquier discurso poético logra calar. Cada una es un ejemplo radical de lo que María Zambrano, en su ensayo “Mística y poesía”, señalaba como lo propio de la razón poética en contraste con la escritura filosófica clásica: “la rebeldía de la palabra, la perversión del logos funcionando para descubrir lo que debe ser callado, porque no es”. De lo que no se puede hablar es justamente de lo que estas escrituras buscan hablar. No van por menos. Exploran, dicho con versos de Eunice, “lo que no se escribe porque aún no se inventa su nombre; / porque su júbilo / todavía no ha sido descubierto”. Más que iluminadas, son iluminadoras.


Aunque rebelde y misteriosa, atravesada por epifanías, relámpagos e incesantes vientos, es la de Eunice Odio una poesía que sondeando lo oscuro no lo busca. No lo pretende. No es oscurantista ni maldita. No trafica vaguedades. Lo que hace más bien es alumbrar en medio de lo incierto. Tal vez por eso no reniega de la contemplación y la celebración mundana: “Yo mejor me acomodo en mis entrañas / y sonrío con el habla”, escribió. O como se lee en El tránsito de fuego, pese a todo y gracias a todo, “para la gran alegría hemos venido”.


Una última cosa. En el poema que le dedica a Louis Armstrong, fechado al día siguiente de la muerte del músico, hay dos pasajes muy elocuentes respecto a su poética. Uno es cuando escribe: “Tú, continuación del fuego, / pedestal de la nube, / desinencia de mariposa”. Desinencia es una expresión que Eunice Odio usa y repite y que da buena cuenta de lo que su poesía hace. La desinencia es la parte de una palabra que varía, la que viene después de la raíz y que cambia de forma según su conjugación, su modo y tiempo, su encarnación. Y la poesía de Eunice es justamente un canto a las formas y el vuelo cambiante que las cosas, las vidas y los pensamientos van tomando, como la larva que pasa a ser mariposa o el corazón que muta en bosque. Hacia el final del poema, imaginando un encuentro en el más allá donde Wagner espera a Armstrong, la poeta se ve a sí misma ahí, departiendo en una desinencia vital de añorada plenitud: “Y yo, sombra sonora del futuro / también estoy allí, / soñada por dos cuerpos transparentes / que se besan y funden y confunden / en la gran azotea tetralógica / donde todo es tan claro como Dios / y el amor / y los árboles”. De algún modo es eso lo que la obra de Eunice Odio es y seguirá siendo, el espectáculo de una metamorfosis inacabable, una “sombra sonora del futuro”: la proyección de una luz y su carencia y de una sonoridad que siempre nos llevarán la delantera, atrayéndonos, una forma de estar alerta entre los vivos y de hablar con los muertos. Para eso, diría María Zambrano, más que palabras ha de tenerse una voz. Quien oiga la de Eunice Odio verá.


Vicente Undurraga

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