Sombras - Sobre la obra en masking tape de Carlos Rivera
Antes de que lográramos domesticar la luz, aprendimos a manipular las sombras. Al comienzo pensábamos que eran seres escurridizos y tramposos, que engañaban a las cosas robándoles su silueta. Creíamos que esas oscuras réplicas se habían escapado de sus formas originarias para proyectarse libertinamente sobre cualquier superficie. Hasta que un día nos dimos cuenta de que las sombras eran nuestros dobles y que mientras camináramos bajo la luz del sol, no se apartarían de nosotros. Así fue como tuvimos que perfeccionamos en el arte de perseguir, día y noche, sus temblorosos movimientos.
Dicen que nuestros antepasados, que alumbraban su vida nocturna con fuego, ya jugaban al teatro de sombras que se proyectaban sobre los cavernosos muros de sus guaridas. Esas fueron las primeras pantallas que recrearon su existencia. Hasta que la luz le ganó a la oscuridad y la membrana sensible de la placa fotográfica pudo capturar el luminoso milagro de los cuerpos.
La proyección del doble, como reverso del mundo y de nosotros mismos, siempre nos obsesionó. Así escribimos la historia de la representación visual: como un intento persistente de atrapar nuestra sombra. Carlos Rivera es un personaje de ese relato. Cuando niño andaba trajinando por el campo donde creció, atento al prodigio de un fósforo insignificante que, sin embargo, era capaz de hacer que brotara un paisaje desde la oscuridad. Se dejaba también hipnotizar por las luces titilantes de las velas y por el rayito frágil de la luna sobre los arbustos negros. Veía fantasmas, se refregaba los ojos y volvía a examinar con despierta curiosidad el espontáneo teatro de las ilusiones ópticas. Se acostumbró a andar así, a mirar así, interrogando espejismos.
Situado entre el fuego primitivo y la digitalidad contemporánea, en ese punto inestable de la historia de los reflejos, creció Rivera. Y como pensaba con las manos, tempranamente comenzó a fabricar artesanalmente imágenes destinadas a emerger por efecto de la luz. Parece extraño, incluso infructuoso, que dedique tanto tiempo, esfuerzo y prolijidad en construir esos cuerpos cuyo propósito no reside en sí mismos ni en su factura, sino que están concebidos como modelos que solo se realizan en su proyección retardada. Pero en su caso es necesario, pues no sólo se trata de generar la aparición de una imagen especular, sino también de la necesidad de prolongar el proceso, entendido como búsqueda incesante de su propia sombra. Su quehacer posterga el hallazgo, sosteniéndose en el misterio, aceptando que desconoce el oculto motivo de su ejercicio creativo, la razón por la cual ha llegado a ser personaje de esta historia de las representaciones que llamamos arte.
Casi todas las imágenes que Rivera elabora para ser iluminadas están hechas de masking tape. Utilizando cuchillos cartoneros y llevando la herramienta a su motricidad más fina, el artista recorta figuras y crea escenas generando zonas más densas o más permeables a la luz, a través de capas superpuestas de la cinta adhesiva. Un material precario y desechable se ofrece como membrana de una figuración que solo consigue realizarse como reflejo. Por su baratura, por su modestia, por su insignificancia, ese material se dona a sí mismo para desaparecer y reaparecer convertido en imagen. Si fotografiar es grafiar con luz, Rivera regresa a la definición más vernácula y esencial de la fotografía, recuperando el sentido de un deseo cifrado en la mano que juega con los trucos de la mirada.
Quien se empeña en el ejercicio de la representación o, lo que aquí es lo mismo, en la emergencia del doble, ejerce una sospecha crítica ante la realidad. Rivera llegó el paisaje urbano y las personas que se movían en las calles le parecieron dobles de sí mismas. Las observó como siluetas, réplicas vacías de cuerpos desconectados. La ciudad electrizada dejaba ver intersticios donde irrumpía la violenta fisura entre la luz civilizatoria y la oscuridad de los eriazos. Rivera se concentró en ese momento y su trabajo no ha dejado de ser una continua exploración de una metrópolis tensionada entre los ilusorios destellos del progreso y sus inseparables sombras sociales.
Se podría decir que todos los trabajos de Rivera son ensayos para una obra que no termina de emerger. Cada gesto es una pista, un punto titilante de una secuencia inacabable. En el intertanto, él transita sigiloso por el límite entre lo visible y lo invisible. Y si su entrega nos resulta tan irreductiblemente honesta es porque el artista, lejos de toda impostura, se sostiene en la silenciosa tarea de tirar el hilo que conduce hacia su propia sombra.