Soportar una identidad
“Cuerpo propio: para ser propio, el cuerpo debe ser extraño, y así encontrarse apropiado”.
58 indicios sobre el cuerpo, J. L. Nancy
Desde hace un tiempo vengo leyendo sobre la problemática entre género e identidad. Desde que comencé mi transición, no he podido dejar de pensar en estas dos palabras. Intento siempre encontrar en la teoría un discurso que me permita articular la realidad con la subjetividad humana. Soy demasiado racional para mis cosas. Pero últimamente he descubierto que hay detalles en la vida cotidiana que me permiten hacer vínculos con lo que leo en los libros. Entiendo con el cuerpo lo que las palabras no terminan de cubrir. Y dentro de las preguntas que se ha hecho mi cuerpo, aparece una relativa a soportar. Aparecen en esta palabra dos ideas: aguantar (¿tenemos que soportar a otrxs?) y sostener (¿un cuerpo soporta una identidad?).
Mis padres son profundamente religiosos. Ante eso, sabía que no sería sencillo explicarles en qué consistía un proceso de transición de género. Me reuní con mi mamá en un café de Avenida Italia. No nos veíamos desde hace más de un año y medio. Se asombró al verme. ¿Por qué?, me preguntó. Y traté de decirle lo que había leído hacía poco en un seminario de fenomenología y teoría de género: como nací con genitales masculinos, la sociedad me obligó a ser un hombre y comportarme como uno. Pero no es obligación, mamá. Judith Butler explica una “imposible” diferenciación entre cuerpo y yo, al decir que la identidad se trata de una “repetición estilizada de actos. Este acto performativo se vive como una creencia por los espectadores y por el propio actor”.
La verdad es que nunca fui muy buena en mi actuación masculina. Desde que era unx niñx se reían de mi voz, de mis gestos, de mis gustos. Entonces decidí deshacerme de ese papel para adoptar uno nuevo, le expliqué a mi mamá, una actuación con otro nombre. Ella, sin dudarlo, me dijo: Dios hizo a Adán y Eva, hombre y mujer, no es correcto lo que estás planteando. Claro, su mito fundante no le permite hablar de performance, ni de actuaciones en la vida cotidiana. Tampoco acepta las versiones alternativas de la historia, esas en las que se nombra a Lilith como primera mujer, antes de Eva. Fue ella quien problematizó la desigualdad con Adán, asunto que terminó exiliándola del Jardín del Edén. Demasiada prepotencia en una femineidad, pensó Dios, cómplice de su primer hombre hecho de polvo.
Actuamos una identidad todo el tiempo, le dije a mi mamá, nada está determinado a priori. Cada quién puede ser lo que desee, el límite solo choca con la ética, yo no estoy haciendo nada malo, no estoy dañando a otrxs. La identidad no es más que un relato imaginario para hacernos creer a nosotrxs mismxs que hay una continuidad, una coherencia, para no caer en la locura. Ya no te reconozco, me dijo ella. Y con esa frase me quedó claro que estábamos hablando de cosas muy distintas. Para ella la identidad es una palabra que, una vez que se anquilosa, no puede convertirse en algo más. Y en su lógica, eso es algo bueno. Y por eso me sentía a mí como una extraña: mi cuerpo ya no se nombra de la misma manera y vive alejado de la Ley de Dios. Para mí, en cambio, la identidad, es todo lo contrario: pura diferencia, sin parar. Mi madre fue un soporte inicial en la infancia y en algo de la adolescencia. Y lo agradezco. Pero la negación religiosa derrumbó una parte importante del vínculo actual. Soportar una identidad requiere de una alianza, y es por eso que las disidencias sexo-genéricas reclamamos un lugar político y social en el mundo. No hay soporte de manera individual, es un ejercicio colectivo. Cuando decidí darle forma a mi tránsito, recurrí al encuentro de varias amistades. Ahí radicó parte importante del soporte de lo que hoy puedo construir. Se necesita de unx otrx, se necesita de la escucha, de la palabra que termina modificando la carne, el cuerpo social.
Entre el 2019 y el 2022 vi varias series en las que aparecían mujeres transgénero, imágenes que me ayudaron a pensar en mi propia identidad. Vi La Veneno, Euphoria, Pose. Esta última fue lanzada en Netflix y está basada en el documental de 1990, Paris is burning. En ella se retrata la escena LGBTIQ+ de Nueva York en las décadas de los ochenta y noventa. La crisis del SIDA, la inmigración afrolatina en Estados Unidos y la aparición cada vez más pública de las disidencias sexuales, aparecen en escena. Hay un momento emblemático de la serie en el que una mujer cisgénero (persona que siente una concordancia entre su género y el sexo que le fue asignado al nacer) interpela a tres mujeres trans (persona que siente que su género no corresponde al sexo que le fue asignado al nacer; dentro de este concepto encontramos a una serie de subjetividades, en las cuales podrían clasificarse las más conocidas: transfemeninas, transmasculinas, género fluido, no-binarias, entre otras), en un elegante restaurante. El diálogo comienza con un reclamo hacia las mujeres trans, al decirles: “Sus voces son muy ruidosas y no nos permiten conversar”. Sin embargo, esa queja no es otra cosa que una manera solapada de dar cuenta de una irrupción que la mujer cisgénero no se atreve a nombrar. Ante eso, Electra, una de las mujeres transgénero, le responde: “Dinos qué es lo que realmente quieres decirnos.” Y, entonces, ella confiesa: “Conozco perfecto a un hombre que finge ser mujer y veo justo a tres frente a mí.”
La respuesta a dicha agresión es interesante, puesto que Electra, molesta, se levanta y enumera una serie de elementos que “no harían mujer” a ese personaje que, dada su biología, sí se posiciona a sí misma en dicha categoría. Primero, la sitúa en su lugar de privilegio: “Tal vez dios te bendijo con una vida de Barbie, un novio, una casita y un embarazo que tu padre pagó para interrumpir y así pudieras terminar la universidad. Nada de eso te hace mujer”, sentencia. Y prosigue: “Tu traje de dos piezas y tus perlas falsas no esconden el hecho de que no sabes realmente quién eres y entendemos que nuestra presencia te amenaza”.
Varios elementos resultan interesantes de análisis en esta escena. Pero lo que más me interesa se sitúa en la frase final que lanza Electra, puesto que señala ahí una pregunta por la identidad: ¿quién eres realmente? Pareciera ser que la cultura, en un arrastre de inercia, oculta esa interrogante. Hacerla implica una angustia de la que no queremos hacernos cargo. No saber quién se es produce un vacío de lugar en el mundo, no hay posición subjetiva que permita movimiento. Y sin ese “conocimiento”, no habría cuerpo humano vivido.
Preguntarme quién soy y quién quiero ser ha sido una constante en mi tránsito. Y, como decía en un comienzo, la interrogante se repite en mi vida cotidiana todo el tiempo. Hace unos meses, al salir de mi edificio, vi al conserje jugando con su hijo. Y él le dijo al niño: salude a la señorita. Al saludarlo yo de vuelta y preguntarle cómo estaba, el pequeño se dio media vuelta y le preguntó a su padre: ¿por qué habla como hombre? Entonces surgió una duda: pareciera ser que hay sonidos que no calzan en ciertos cuerpos. Semanas después, en una de las visitas que realicé a un liceo rural de Coquimbo, a propósito del programa en educación en el que trabajo, un niño de unos ocho o nueve años se me acercó con cara de asombro para preguntarme: “¿eres un hombre o una mujer?” Intenté explicarle como pude. El impacto de su sinceridad me sacó una sonrisa. Él realmente quería saber lo que tenía que decirle. En el segundo recreo, el mismo niño volvió a decirme: “Es que todavía no entiendo, ¿eres un hombre o una mujer?” El binarismo nos persigue, la explicación con palabras no fue suficiente para su observación. El imaginario público de lo trans no se ha instalado aún en nuestra cultura, entonces necesitamos hacer la división para sentir una mayor seguridad: acá unos, allá les otres. Recuerdo también que el verano pasado salí a bailar con unas amigas. En el local, un hombre se acercó para bailar conmigo. Después de muchas horas, al terminar la fiesta, me pidió mi contacto. Luego desapareció. La sorpresa la recibí al llegar a mi departamento y leer un mensaje de él: me encontró guapa, pero sus amigos lo molestaron porque era yo, en realidad, un hombre. Me pareció curiosa su declaración, porque, hasta donde yo recuerdo, esas categorías, mientras bailábamos, dieron lo mismo. Se es persona y se es un cuerpo humano, en la medida en que exista un saber: yo soy esto o lo otro.
Ahora bien, cabría preguntarse sobre la diferencia sexual y ese saber ¿se trata ello efectivamente de un conocimiento? ¿Existe un/a/e sujeto/a/e que “sepa” que es hombre o mujer para luego ponerlo en práctica? Podría pensarse, más bien, que eso que se piensa como un hecho dado o un conocimiento al cual se debe acceder (¿soy un hombre? ¿soy una mujer? ¿soy una persona no binaria?), se trata de un ejercicio deconstructivo que se hace en el cuerpo y con el cuerpo. No se trata esto (necesariamente) de biología, sino del cuerpo vivido. En algún momento, este resulta extraño. Extrañarse de algo tan propio podría relacionarse con aquello ominoso de lo cual Freud dio cuenta en su famoso texto de 1919, al decir que se trata de aquello familiar que se ha vuelto extraño. La idea viene de Schelling, quien lo definió como “eso que debió quedar oculto, pero que salió a la luz”. De pronto te das cuenta de que tienes un cuerpo. Eres un cuerpo. Y que lo habitas en la medida que te expresas con él. Somos palabras cubiertas de piel. Lacan, por su parte, acierta con un neologismo preciso que arrojaría cierta luz para pensar lo identitario: la extimidad. No hay división entre lo interno y lo externo, sino más bien un pliegue en el cual se observa lo expresado. El cuerpo resulta ser un punto clave para pensar que no hay adentro y afuera: el cuerpo está ahí, al mismo tiempo en que se presenta inaccesible. El cuerpo biológico y el cuerpo vivido no son traducibles.
Las subjetividades trans pasan por varios hitos en sus procesos de cambio de género. Y, aunque algunos de ellos sí buscan la afección sobre el cuerpo biológico, es en el lenguaje donde se asienta gran parte de la transformación. ¿Qué pasa con un cuerpo que modifica su nombre? La identidad de género se constataría en dos lugares primordiales: primero, en lo que la palabra inscribe en el marco de lo legal: femenino, masculino, no binario; segundo, en la modificación de ese nombre con el cual la persona fue bautizada al nacer. Si se tenía un lugar en el mundo, este cambia en la medida que haya otra palabra que lo permita. El cuerpo ya no es el mismo, independiente de sus modificaciones estéticas y médicas.
No se trata de una cirugía a través del corte de un bisturí, sino de otra operación: el nuevo nombre le da un nuevo movimiento al cuerpo vivido. La sonoridad de un nombre nuevo se asienta en otro cuerpo, ese otro cuerpo que, a pesar de ser el mismo, siempre será otro. El nombre es un significante que marca el tránsito de género, es una torcedura, una manera en la que se subvierte lo que esa ecografía quiso evidenciar en un principio, cuando aún no habíamos nacido. Somos llamados, incluso en muchos casos, antes de nacer. Es decir, el nombre pareciera estar antes que el cuerpo biológico. No hay cuerpo vivido que no sea a través de la experiencia de lo que el lenguaje nombra.
Tal como indica Judith Butler en su propuesta, no hay una esencia que deba ser expresada o manifestada. La identidad no se encuentra en un centro al cual se deba llegar para dejar salir a flote. Esta se construye en la medida en la que se vive y así se forma la ilusión de un yo que cree ser lo que es. Así el cuerpo humano se soporta. ¿Es la identidad lo que soporta al cuerpo o es el cuerpo el que soporta la identidad? En el caso de las subjetividades transgénero, la escritura en el cuerpo, en el cual se reestablecen pronombres y una nueva firma, hay algo del orden del lenguaje que hace eco en su propio movimiento. Actualmente observamos que las categorías hombre y mujer han sido puestas en duda. Se transita todo el tiempo, en la medida en que se ‘”busca” quién se es. Sin embargo, vivir en la indeterminación sería un problema de angustia, de una ambigüedad que el mundo no permite. Todo lo que no calce en una u otra etiqueta, es catalogado de extraño, anómalo.
Escribo en Google la palabra disforia. Desde que inicié mi tránsito, cuando me di cuenta de que había algo que no me acomodaba, me dijeron que ese era el concepto que se me asignó para adecuarme a una sintomatología. Y no sabría explicarlo bien, había algo en el espejo, en la memoria que me juega siempre bromas con sus fallas y ficciones, en las palabras que me recortaban, en el nombre que dejó de nombrarme en bocas ajenas. Al entrar en los resultados de mi búsqueda, lo primero que aparece es una publicación de la Clínica Mayo. Entonces me doy cuenta que mi madre y su religiosidad no son el único problema, es que el mundo ve en mi identidad algo que se padece como una enfermedad. Porque seguido de ello aparece confusión, angustia, depresión, ansiedad.
Me pregunto qué me gustaría que apareciera al escribir la palabra transgénero. Y, después de un rato, de un recuerdo en el que Paul Preciado habla en mi cabeza sobre este asunto como una cuestión de cruces, pienso que me gustaría que apareciera la imagen de un viaje, un movimiento que va de palabra en palabra y que se posa de una u otra manera en el cuerpo, un soporte que permite hacer de la migración de identidades un modo de vida, un estar presente a través de una pregunta eterna por la que siempre habrá que buscar una respuesta.