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Títulos, lemas, declaraciones. Sobre Helvio Soto y Raúl Ruíz


Llueve sobre Santiago, de Helvio Soto, es un filme sobre el tiempo. Desde su mismo título la historia que se narra refiere a la cuestión del tiempo, parece requerirla al momento de elaborar una memoria que es a la vez política y testimonial. Filmada en 1975 en Francia y Bulgaria, y estrenada en París el 10 de diciembre de ese mismo año, bajo el título de Il pleut sur Santiago, la ficción cinematográfica de Soto es una producción que pertenece al tiempo del exilio, y que hace del tiempo, del propio tiempo, acaso su tema central. Que el título del filme se abra a un juego de significaciones que enlaza de modo alegórico naturaleza e historia, que la lluvia sea el telón de fondo que con su monótono repicar acompasa el tempo de la acción, no debe hacer olvidar que ella se propone como cifra de la historia, como Stimmung de la acción y de un proceso que se vive por momentos bajo la enseña de la tragedia o de la historia natural. La lluvia como premonición de lo que vendrá, la lluvia como metáfora del tiempo que se vive, la lluvia como caída y catástrofe. Si para Louis Althusser la lluvia es la metáfora epicúrea de un materialismo aleatorio que atraviesa de manera subterránea toda una tradición revolucionaria que se identifica con lo común, el encuentro y la toma de consistencia, para Helvio Soto, en cambio, la lluvia es el motivo que desentraña los problemas de un cine político que se constituye sobre la imposibilidad de la revolución, sobre la falta intratable del pueblo en la escena de la política, en ese teatro del mundo que en el abismo de su representación parece reclamar al pueblo como su límite y falta. El ojo del filósofo y el ojo del cineasta se confunden así en el cristalino de un cuerpo vidrioso que se arroja sobre la existencia y el mundo, que hace de la misma existencia caída, lágrima, precipitación. París y Santiago, Santiago y Paris, París en Santiago, Santiago en París, son los lugares donde uno y otro piensan a partir de la lluvia la posibilidad de un teatro o un cine materialista. Posibilidad entreabierta laboriosamente a través de una interrogación de la economía general de las imágenes que encuentra en el problema del presente absoluto la vía de acceso privilegiada para desestabilizar un concepto de historia organizado sobre el ojo del tiempo. Il pleut sur Santiago, il pleut sur Paris.


En una entrevista publicada en Primer plano, en enero de 1972, el cineasta chileno declara su admiración por Blow-up, el filme que Michelangelo Antonioni estrenara a fines de 1966 en Londres, y que a partir de la adaptación del cuento “Las babas del diablo”, de Julio Cortázar, propone una lectura de la imagen atravesada por el cadáver, la mujer, la mimesis y la extenuación. Lectura encriptada que no solo reenvía el cine a la literatura, y la literatura a la fotografía (sabido es que el cuento de Cortázar está inspirado en un relato del fotógrafo Sergio Larraín), sino que, en el juego de transposiciones entre cine y fotografía, en el calce y descalce entre imagen fija e imagen movimiento, interroga la imagen en todo aquello que la piensa inscrita en la estampa de la muerte, en una relación que advierte en la imagen un no-ser que reenvía en su aparecer a un ser. Obligado a precisar la función del cine político en el proceso revolucionario de la Unidad Popular, Soto acude al ejemplo de Blow-up al momento de caracterizar un tipo de cine inteligente (“la película más inteligente que yo haya visto”), de enorme fuerza política y elaboración teórica. Un cine, cabe suponer, que se constituye en paradigma al momento de contar historias, y que guía el propio hacer del cineasta. En este sentido, Soto ve en el cine un tipo de construcción teórica que entra en relación con otras construcciones teóricas a partir de una especie de permutación de efectos mediales, donde un libro o un filme pueden ser pensados como formas de teoría, inscripciones destinadas a producir efectos de representación. Así, en palabras del cineasta, Blow-up plantea una “discusión teórica que cuestiona o hace énfasis en aspectos muy importantes del marxismo contemporáneo que invitan a la reflexión del espectador desde un punto de vista político y no puramente anecdótico. Detrás de la anécdota del fotógrafo que amplía y amplía una fotografía, hay una objeción al marxismo contemporáneo expuesta con bastante lucidez”[1]. Las referencias a Blow-up, así como a Le vent d’est (1970) de Jean-Luc Godard, buscan dar respuesta, en el aplazamiento y emplazamiento europeo que suponen, a la pregunta por la eficacia política del cine militante en América Latina. Por medio de estas referencias fílmicas, el cineasta parece dar testimonio de una “espantosa ambigüedad” frente a enunciados del tipo “cine político”, “cine militante”, “cine de propaganda” o “cine revolucionario”. Podría decirse que esta ambigüedad hace del cine de Helvio Soto un cine materialista, un cine que se presenta, tal como el libro fabulado por Althusser sobre las corrientes subterráneas del materialismo[2], como un cine “sobre la simple lluvia”.


Llueve sobre Santiago. El enunciado expone la soledad de un cineasta que no termina de interrogarse sobre la magnitud de la catástrofe. Ocupado de la lluvia, de la lluvia epicúrea de átomos que caen en paralelo en el vacío, Soto vuelve como un fabulador de imágenes al problema de la anterioridad del sentido en el orden de la historia, vuelve, para decirlo de otro modo, a la tesis de la no-anterioridad del sentido en el orden de la historia. Al hacerlo pone en el centro de la imagen la desviación del clinamen que da lugar a un encuentro, a la composición de un mundo. La atención con que el cineasta observa la ocurrencia de la desviación es ciertamente desmesurada, es equivalente a una especie de zoom extremadamente descompuesto, un zoom que se ha “reventado” dando lugar a una especie de blown up, a una imagen estallada o volada. Y, sin embargo, no hay imágenes en filmes como Voto más fusil (1971), La metamorfosis del jefe de la policía política (1973) o Llueve sobre Santiago (1975). El exceso de atención en la imagen no se expone en el cine de Soto a través de una mirada detenida en la imagen, la imagen no se enseña emancipada de la narración, no al menos del movimiento y la lógica que encadena un fotograma a otro fotograma. En este sentido, se podría observar con Roland Barthes que el absoluto que reclama para sí la imagen fotográfica se encuentra aquí traicionado en el flujo del intercambio cinematográfico, que abandona la fijeza de la imagen destinándola a otras vistas, al intercambio con otras imágenes. La observación se encuentra en La Chambre Claire (1980), en un pasaje que se exhibe como tentativa de respuesta parcial a la dialéctica entre imagen fija e imagen movimiento escenificada en Blow-up. El exceso de atención que ensaya el cine de Soto, si bien está embargado por la economía de las imágenes, por el juego de intercambios al que estas se entregan en el relato, no se reduce exclusivamente al presente imaginal del intercambio. En otras palabras, aquello que reclama la atención absoluta de la cámara no es otra cosa que el movimiento proyectivo de las imágenes, la condición futural de las mismas que las endeuda respecto a las imágenes por venir. Si no hay valor absoluto de las imágenes, si el valor de toda imagen se reduce solo a valor de cambio, si la realidad a la que las imágenes fílmicas hacen referencia no es más que la producida por un proceso de intercambio especulativo que endeuda toda imagen con una imagen futura, entonces la pregunta política que parece imponerse es por la duración de una imagen, por la estabilidad del proceso de identificación y reconocimiento a que da lugar la imagen en la historia. Retomando su fascinación por Blow-up, se podría decir que la llamada trilogía de Helvio Soto sobre la Unidad Popular no cesa de poner en escena una serie de preguntas sobre la composición y duración de las imágenes como composición y duración de un mundo. Preguntas que traducidas en lenguaje cinematográfico insisten una y otra vez en la relación establecida entre mirada e imagen, entre memoria y duración. ¿Qué es fijar la mirada? ¿Cómo se podría medir la duración o estabilidad de una imagen, el juego especulativo del que da cuenta y al que se entrega una imagen? ¿Qué garantizaría que cuando se vuelva a abrir los ojos se encuentre, de nuevo, la misma imagen?



Un mundo que no se desmorone el día de mañana


“Qué debemos hacer para construir un mundo que no se desmorone el día de mañana”. Philip K. Dick se plantea esta pregunta en una conferencia inédita que debió leer en la Universidad de Missouri, en 1978, y que finalmente canceló. Su biógrafo, Lawrence Sutin, rescata el texto mecanografiado de sus papeles póstumos para incluirlo en The Shifting Realities of Philip K. Dick. Selected Literary and Philosophical Writings (1995). El título de la conferencia retoma preocupaciones que el escritor estadounidense había planteado ya un año antes, en 1977, en el Segundo festival de ciencia ficción celebrado en la ciudad de Metz, en Francia. Preocupaciones que no se circunscriben exclusivamente a la transgresión de las fronteras entre realidad y ficción que parecen promover novelas como The Man in the High Castle (1962) o Flow My Tears, the Policeman Said (1974), sino que apuntan a indagar en la verdadera naturaleza de la realidad, en aquello que hace de la realidad una forma evidente, una materia consistente que se despliega en un orden temporal secuencial que tolera el cambio a condición de que este no haga más que confirmar en su advenimiento la historicidad de la realidad, su evidencia temporal articulada. Aquí se está lejos de aquella tesis sobre lo visual que no solo declara que lo visual es esencialmente pornográfico, sino que reconoce en la presencia desnuda de un mundo producido artificialmente el único punto de partida posible para una ontología que forzosamente se presentaría como visual, especie de predicamento del ser en tanto primera y principalmente visible[3]. Esta distancia con un programa de investigación histórica que se propone abordar lo visual a través de un ejercicio de historización radical, se debe justamente a una valoración inversa de la cuestión adelantada por Dick en la conferencia de 1978. Cuestión capital, que pone en escena el problema del ser y la existencia, y que ha hecho del escritor estadounidense el “Shakespeare de la ciencia ficción”[4]. Interrogando la función de la utopía en la imagen, Raúl Ruiz retoma el problema dickiano en “Imágenes de ninguna parte”, una de las seis conferencias que el cineasta dictó en la Universidad de Duke, en abril de 1994, por invitación de Fredric Jameson y Alberto Moreiras[5].


Introducida como una indagación en torno a la utopía, la referencia a la “pregunta inquietante de Philip K. Dick muestra ser más pertinente que nunca”[6]. Ruiz parafrasea el problema bajo la forma del posesivo plural, con lo que inserta la cuestión del mundo, de su composición o formación, en el horizonte de preocupaciones de una generación de cineastas chilenos en la que se incluye tácitamente: “¿Qué debemos hacer para construir un mundo que no se nos desplome mañana?”[7], es la pregunta que condensa todos los miedos y casi todas las ideas que expresa una generación de cineastas a fines de la década de los sesenta y comienzos de los setenta, y que la crítica identificará con el nuevo cine chileno. Ruiz resume el problema bajo la siguiente formulación: “Permítanme que haga mención a una observación que, en su momento, suscitó una verdadera tempestad de declaraciones, contradeclaraciones y desaprobaciones que podrían llenar decenas de volúmenes: el lenguaje es discurso sobre el mundo, mientras que el cine y la fotografía son lenguajes del mundo. A través de las imágenes de ambos, el mundo habla de manera inarticulada, y cada secuencia de iconos en movimiento es, ya sea ilusoria, ya sea desprovista de sentido (puesto que sin discurso). No se trata sino de imágenes cuyo tipo de elocuencia les confiere un poder ‘ilusionante’. Imágenes sobrecargadas de sentido, fotogénicas, y por esta razón, se dice, capaces incluso de renovar nuestra manera de ver el mundo. Ver en fotografía a una persona amada equivale a verla dos veces: la primera vez reconocemos en ella lo que ya conocemos, y la segunda vez ya no conocemos lo que, no obstante, estamos reconociendo en razón de los múltiples detalles que pasaban desapercibidos al ojo desnudo y que ahora el objetivo ha vuelto elocuente”[8].


Nuevamente en esta declaración despunta una teoría de la imagen como imagen estallada, como blown up. Nuevamente la referencia a Blow-up se vuelve central al intentar advertir la íntima distancia que separa a Raúl Ruiz de Helvio Soto. Distancia que se percibe al momento de esbozar un amago de respuesta a la pregunta de qué se debería hacer para construir un mundo que no se desmorone el día de mañana. El modo en que Soto se aproxima a las imágenes está íntimamente guiado por un efecto de extrañamiento determinado por esa imagen estallada que no logra entrar en relación de composición con otras imágenes para dar lugar a un mundo. La metáfora de la lluvia expone así un predicamento sobre las imágenes, sobre su capacidad de entrar en clinamen, de dar forma a un mundo. Este predicamento, si bien se sirve de la imagen, es ciego a la imagen, desarrollándose por medio de una narración que pone en acto un tiempo desarticulado que se interroga en función del perspectivismo que reclama la imagen en su movimiento especulativo de capitalización, movimiento siempre proyectado hacia el futuro, siempre endeudado con una imagen futura. Se diría que este movimiento de la imagen es propio de una política pensada bajo la forma de la utopía, de una imagen total. Al menos, esa es la tesis que se podría derivar de la lectura que esboza Ruiz en “Imágenes de ninguna parte” y en “Imágenes de imágenes”. Helvio Soto, por el contrario, desde Caliche sangriento (1969) parece descreer del ser de las imágenes, de su capacidad material de existencia para ocupar un lugar en el mundo, para dar forma a un mundo. Como declara en una entrevista publicada en Madrid, en 1980: “Caliche sangriento, en el mundo de las cosas, era más bien una idea, y sucede que los hombres conocen cosas y no ideas”[9]. Esta aserción se expone como aprendizaje, como una lectio que sirve de clave de interpretación de los filmes que componen su trilogía de la Unidad Popular, y que inevitablemente se exhiben velados por la incapacidad de dar respuesta a la cuestión política por excelencia que se expone en la pregunta leninista de qué hacer para construir un mundo que no se desmorone al día siguiente de la revolución.



Miguel Valderrama



[1] Helvio Soto, “Para ser cineasta revolucionario primero hay que ser buen cineasta”, Primer plano, núm. 1, Santiago de Chile, 1972, p. 6. [2] Louis Althusser “Le courant souterrain du matérialisme de la rencontre”, Écrits philosophiques et politiques, tome I, ed. Francois Matheron, Paris, Stock, 1994, pp. 539-579. [3] Fredric Jameson, “Introduction”, Signatures of the Visible, New York, Routledge, 1992, pp. 1-8. [4] Fredric Jameson, “Philip K. Dick, In Memoriam”, Archaeologies of the Future. The Desire Called Utopia and the Other Science Fictions, New York, Verso, 2005, pp. 345-348. [5] Conferencias luego reunidas en el primer volumen de sus poéticas del cine. Véase, Raúl Ruiz, “Imágenes de ninguna parte”, Poéticas del cine, trad. Alan Pauls, Santiago de Chile, Ediciones Universidad Diego Portales, 2013, pp. 34- 55. [6] Ibid., p. 42. [7] Raúl Ruiz, “Imagen de ninguna parte”, Poética del cine, trad. Waldo Rojas, Santiago de Chile, Sudamericana, 2000, pp. 33-52 [p. 40]. Por el uso de la forma del plural posesivo en la pregunta, prefiero aquí seguir la traducción de Waldo Rojas del primer volumen de las poéticas de Ruiz. [8] Ibid., pp. 40-41. [9] Helvio Soto, “Mi aprendizaje con ‘Caliche sangriento’”, Araucaria de Chile, núm. 11, Madrid, 1980, p. 145.

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