Una escritora [Sobre el libro Derecho al tiempo de Vinka Jackson]
Antes de conocer a Vinka, la leí. No su libro más conocido (“Agua fresca en los espejos”), sino un pequeño ensayo en la revista Dossier de la UDP. Su texto era como una tempestad, era singular, hilaba muy fino y al mismo tiempo tenía la fuerza de la lava. Y me pregunté, lo reconozco, si ella, la psicóloga, de quien sabía muy poco, lo había escrito. Porque la asociaba a un tema en particular, también al activismo. Pero no sabía que era una escritora. Cuento esto para decir que la autora no solo es una figura pública que se ha especializado en un área tan difícil como es la del trauma y la violencia sexual. Sino que es alguien que trabaja con las palabras para remediar algo.
Este libro es precisamente eso. No es dar cuenta de una teoría, tampoco la narración de su trayectoria profesional o la de la ley que impulsó junto a otros. Aunque también es todo eso, diría que es principalmente un ensayo. Es decir un esfuerzo por responder algo, no dar cuenta de algo. Ensayar tiene la humildad de no hacerle el quite al error y a las dudas. Como escribió Barthes, un ensayo no es contar sobre los libros que leímos, o las cosas que sabemos, sino lo que de los libros nos hizo levantar la cabeza y pensar. Ensayar es sobre todo comparecer a lo que nos concierne y llama. Y se responde, por supuesto, como en esta vida se puede responder, parcial y transitoriamente. Por cierto, esos son los ensayos en los cuales los lectores encontramos también un lugar. Hay libros que enseñan, muchos se olvidan muy pronto, y otros, acompañan. Y sabes que puedes volver ahí.
Esa sería mi clasificación de este libro. Espero que ese sea el estante en que lo pongan en las librerías.
Si comienzo por decir que Vinka Jackson es una escritora es porque esa sutileza está presente también en sus ideas. Nos dice una y otra vez a modo de advertencia: las palabras son un pharmakon: es decir medicina, pero también pueden ser veneno. Incluso las mejor intencionadas.
La autora es escritora porque pelea con las palabras, se corrige, no da nada por sentado. Piensa todo de nuevo si es necesario. En el lenguaje es la guerra, dicen.
El lenguaje daña o sana en las vidas particulares como en la vida colectiva. Sin retroceder denuncia lo que sospecha que hiere, cuando las teorías se utilizan para la venganza, cuando se escogen las víctimas útiles para los propios fines. Distingue reivindicación de reparación, quizá porque sabe que después del momento del orgullo viene la noche y las dudas y el miedo, y la confirmación de lo que se ha roto sigue roto. “Derecho al tiempo”: dice que la expresión se le apareció de noche. Si los sentimientos son lentos –mucho más de lo que nuestros nuevos juguetes imponen– es aún más lento el tiempo del trauma.
En el trauma lo primero es repetir: el miedo, el asco, el pánico, la taquicardia en los momentos más inoportunos. Repetir es volver a una historia a la que le falta, precisamente, la cualidad de la historia. Hay relatos sin historia: eso es puro trauma. Por eso lo segundo, es recordar. Para poder olvidar es necesario recordar. Nada se puede atravesar si no hay recuerdo. Pero tampoco es cierto que rememorar garantice el posterior olvido saludable, el que permite pasar a otra cosa y no fijarse en la muerte. Que es algo así como recordar en las palabras y no en el cuerpo. Esto es válido para una persona como para un pueblo. Es en esta fase es donde la autora se detiene. Se demora, se toma el derecho al tiempo. Ensaya. Pelea con las palabras: ¿cómo recordar? ¿Bastan las conmemoraciones? ¿Firmar acuerdos de “nunca más”? Cuando sabes que la violencia es lo más familiar del mundo, en cada guerra hay una casa, celos asesinos, abuso de poder, rivalidades fraternas; y a la vez, es lo más infamiliar: donde el hermano olvida su filiación.
Vinka Jackson se pregunta lo que a veces es impronunciable: ¿es posible el perdón? ¿Compadecer al perpetrador? Jamás se debe imponer el perdón, es cierto, pero al mismo tiempo la autora nos recuerda que el perdón de lo imperdonable –quién sabe por qué– existe. Es una capacidad extraordinaria del lenguaje. El perdón no es cosa de santos, sino de humanos. Y nos dice la autora: quizá la compasión, incluso a veces el perdón, es un asunto de supervivencia. Recuerda a una abuela que ocultó hasta poco antes de morir los abusos de los que fue víctima en tiempos de violencia política. Y le dijo a uno de sus nietos: “de no haber esperado no habría podido amar y vivir todo lo que he podido”. ¿Significa que todo sobreviviente debe hacer lo mismo? Por su puesto que no. Este libro es un ensayo y no un manual.
Perdonar o no hacerlo como doctrina o imposición, es robarse el derecho al tiempo necesario para procesar, para encontrar sobre todo, una salida singular.
Recordé un cuento de Kafka, “Informe para una academia”. Es más o menos así: un mono es capturado en la selva, lo encierran para llevarlo a un zoológico en el primer mundo. En el barco lo maltratan, con la crueldad que solo los seres humanos son capaces. Pasa algo raro, y el mono se da cuenta de que de pronto puede hablar. Pedro el rojo, el nombre del mono humano, declara después a la academia: estaba atrapado, sabía que hablar le permitiría salvarse de su captura, pero a la vez se daba cuenta que volverse humano no era garantía de nada; bastaba ver a sus captores. Sino que necesitaba en la desesperación, un movimiento, a la derecha, a la izquierda, algo, encontrar una salida. Porque comprendió rápidamente que hablar, significa en lo humano, entrar recién al problema. Es salir de la muerte, es cierto, pero es también entrar a ensayar; porque no hay garantía en las palabras, tampoco basta una sola para decir la verdad.
Nuestra escritora busca salidas con sus palabras y con los testimonios de otras personas, nos señala cuántos caminos diversos se han hecho para salvarse. Pero también para salvar algo del mundo. Vuelvo al perdón. Este no es divino, es humano recuerda este ensayo; no es un tipo de altruismo mágico o una moral, sino que, a veces, quien ha visto el odio y el horror a una distancia inconcebible, no puede volver a replicarlo. Por ahí pasa el principio de no violencia que nos propone la autora. El odio, el ajusticiamiento, la venganza si bien puede reparar un dolor inmenso, es un cuchillo con doble filo, daña también a quien lo ejerce, por más legítimo que sea su resentimiento. Porque significa caer en la lengua del perpetrador.
El principio de no violencia no es tampoco un pacifismo ingenuo. Es buscar salvar algo, pese a tener el corazón roto. Un apego a la vida, dice la autora, a que la vida continue más allá de uno mismo. Perdonar, a veces, otra reparar, es restaurar un orden, no seguir en la lengua del caos, es restaurar la ley. La fe en ella. No es reconciliación, una paz final sin cicatrices, no. La ley no es cualquier institución, es lo que humaniza, separa al crimen del orden de la vida. Es un recordatorio para todos. Mientras que la impunidad alimenta fantasmas de venganza y a la vez va infiltrando un sutil sinsentido. La justicia repara, el ajusticiamiento profundiza lo herido.
¿Por qué creer en algo cuando se ha visto el mal y la injusticia? No se sabe, pero es un hecho que nuestros mayores tesoros culturales, decía Freud, son cosas que no tienen fundamento, podrían perfectamente no existir: la justicia, la aspiración a la libertad, la democracia, el amor también. Por el contrario, cuando hay ciclos frágiles, como nombra a los tiempos oscuros la autora, se buscan dioses fuertes. Solo así cree el fanático. Cree en la dureza de los líderes más paranoicos, quienes dicen saber dónde está la causa de nuestros problemas.
Por eso este libro está lleno de guiños a nuestra época, ¿es este un ciclo frágil? Es posible. Las existencias virtuales –me refiero a aquellas que son invisibles – como la democracia, el amor y los ángeles de la guarda, están en crisis.
Un dramaturgo español, cuyo nombre no pude recordar, dijo en una entrevista hace poco, que su país había hecho todo lo posible para no perdonarse, ocultando la verdad, usando las palabras como veneno, para que cada generación revitalizara el odio. Y dijo también, que fueron proféticos, porque todo indica que ese el modelo del siglo XXI: se inflama el rencor y hasta el odio entre quienes viven juntos. Este ensayo nos llega en un momento preciso, donde es imperativo preguntarse qué repara, qué permite que una sociedad pueda digerir sus dolores y no inflamarlos, qué clase de instituciones, de líderes, de modos de comunicación permiten hacer algo con el horror, qué gestos son los que sirven como el escudo de Perseo ante la Medusa: para ver el horror, pero de un modo no directo, para no fascinarse ni petrificarse en él.
Acá aparece una voz sin estridencia, que pese a todo, cree, cree en la ley – logró hacer una ley con una palabra imposible en la lengua del derecho: lo imprescriptible. Cree también que existen potencias como la gentileza, que reparan. No como un gesto correcto, o hasta cobarde, sino como una potencia simbólica, porque la gentileza cambia la cualidad de lo que toca. Y nos dice: el mayor riesgo no es compadecer – como a veces se le critica a quienes lo hacen con quienes han hecho daño – (ella misma dice haber sentido culpa por hacerlo), sino que el máximo riesgo es deshumanizar, hacer categorías taxativas que nos acomoden. Decir: existen los monstruos y nosotros.
Nada no es ajeno. Por eso necesitamos leyes para la vida. Porque la ley es un recordatorio. Los pactos ganados no son solo fiesta, son también el recuerdo de nuestras violencias, de los largos caminos hacia la justicia y la libertad.
Hemos estado jugando juegos peligrosos cediendo al odio. Y a la venganza sin redención. Lo que cuenta, nos dice en su ensayo Vinka Jackson, a través de las palabras de Erich Fromm: es dejar a las nuevas generaciones amor a la vida. No la depresión. Es un mensaje para las personas, también para los pueblos heridos.