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Ustedes son los guardianes de un espacio vacío

Conocía poco a Christian Grondin antes de encontrarlo en su oficina del Centro Manrèse, en el corazón de la ciudad de Quebec, en el otoño de 2024. De hecho, habían pasado más de 10 años sin que tuviéramos el menor contacto. Y aun antes, cuando vivía a Quebec, en la época de mi doctorado en teología, y nos cruzábamos ocasionalmente en algún coloquio o defensa de tesis, nunca habíamos intercambiado más que unas pocas palabras. Sin embargo, la recién lectura de uno de sus textos inéditos, “La escucha espiritual al estilo ignaciano: escuchar al Verbo en la carne de las palabras”, y una pasantía de investigación a Quebec me dieron la oportunidad de recontactarlo para conversar con él de la especificidad del acompañamiento espiritual (que estoy investigando, por mi parte, en relación con el contexto de salud chileno).

 


Una propuesta articulada en torno a la falta

 

El objetivo del texto de Christian, después de una extensa recontextualización de la vida y la obra de San Ignacio de Loyola, era mostrar que lo que está en juego en los Ejercicios Espirituales podía entrar en resonancia con la práctica contemporánea del acompañamiento espiritual en el contexto de la salud en Quebec y constituir una etapa interesante en el proceso de formación de los profesionales del acompañamiento. Sin embargo, mencionó Christian en nuestra conversación, atreverse a afirmar eso puede suscitar numerosos malentendidos, sobre todo en el sector de la salud: “A veces hay incomprensión respecto a lo que intento decir”, señaló. Esto, precisó, se debe a que lo que está en juego en su reflexión sobre el acompañamiento espiritual no es tanto una técnica como “una postura, una manera de estar en relación. Una postura que se inscribe en la falta”. Una falta que, en ningún caso, debe ser llenada con respuestas o protocolos, sino contemplada como una dimensión que fundamenta nuestra humanidad común, y que, por tanto, debe ser escuchada y asumida. Esta perspectiva resulta particularmente provocadora en un contexto cultural que, más bien, aspira a eliminar la falta y todo lo que se asocia a ella.

 

En este punto de la narración, me parece importante destacar la relevancia de esta dimensión de la falta para la teología, una falta que también está relacionada con los motivos de la negatividad o la fisura, y que, de hecho, se encuentra en el núcleo mismo del cristianismo. Según la tradición cristiana, figuras tan centrales como Dios, Cristo o el Espíritu no son entidades que llenan una falta existencial en el ser humano ofreciendo una respuesta completa o totalizante. En efecto, si bien la revelación cristiana ofrece una respuesta que da sentido a las búsquedas y preocupaciones humanas, lo hace bajo la condición de reabrir un espacio de libertad e indeterminación, donde algo nuevo —algo inédito o inaudito— puede surgir, sin jamás cerrar el espacio de la pregunta. Dicho de otro modo, se parte de una carencia en el sujeto, pero responder a ella no implica saturarla, sino darle forma y vida. Los relatos bíblicos nos muestran cómo esta dimensión de falta, que Dios mismo confiere al origen de nuestra humanidad, debe ser entendida y vivida como un don precioso al servicio de la vida humana. Un ejemplo es el relato del Génesis, donde se nos dice que Dios prohíbe a Adán el acceso a todos los árboles del Jardín del Edén. En efecto, Yahvé le dice: “Puedes comer de todos los árboles del jardín, pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás, porque el día que lo hagas, morirás”. Aquí, el acceso a la totalidad está limitado, o más precisamente, es posible solo bajo la condición de un “excepto este”, es decir, de una sustracción. Sin esta condición, el ser humano se perdería en un deseo saturado, que Yahvé compara con la muerte (“porque el día que lo hagas, morirás”). En esta dinámica divina podemos reconocer una propuesta de acceso a la plenitud, pero que excluye la “totalización”, concebida en la Biblia como aquello que inmoviliza y encierra la vida en lo que podría llamarse un “sistema”, donde nada más puede nacer ni transformarse. Desde esta perspectiva bíblica, acceder a lo que hace posible la vida implica aceptar que algo debe permanecer fuera del alcance humano, como inaccesible y no poseíble. Esta sustracción, que introduce una negatividad en el corazón del deseo, constituye una herida para nuestro narcisismo y un duelo para nuestro ideal de omnipotencia. Narcisismo e ideal que, de ahí en adelante, deben aceptar un límite, pero que, paradójicamente, dibuja los contornos de un espacio de vida buena y armoniosa en nuestra relación con nosotros mismos, con los demás, con la naturaleza y con Dios.

 

Vibrar con lo inédito

 

Volvamos ahora a la conversación con Christian y sigamos explorando este camino de la falta, entendida como condición de posibilidad para la escucha y el acompañamiento espiritual. En este punto, podría encontrarse una conexión entre los Ejercicios ignacianos y la práctica de los acompañantes espirituales. En efecto, ¿qué hacemos cuando escuchamos a alguien en un proceso de acompañamiento, si no es habitar ese espacio de la falta? Como señala Christian, sin falta “no puede existir la escucha”. Más concretamente, “el acompañamiento exige un espacio vacío y abierto. Cuando las palabras están llenas, sin huecos, bloquean los oídos”. Por esta razón, Christian afirma que en la formación de los acompañantes espirituales debemos enfocarnos en “formar una postura que nos permita encontrarnos con los demás”, articulando esa relación en torno a lo inédito que cada persona porta, a aquello que no es “previsible”, a lo que no podemos conocer de antemano y que perfora el supuesto saber que creemos poseer: “Si no vibro con lo inédito (con lo que nunca se ha dicho), estoy atrapado en mis propias ideas, en lo que creo haber escuchado antes en casos similares. Es precisamente lo ya oído o lo ya sabido lo que debemos evitar y deconstruir”, para así seguir encontrando a las personas a quienes acompañamos.


Vibrar con lo inédito del otro: esa es, en esencia, la tarea del que escucha. Esta imagen de la “vibración” nos conecta con el cómo de la escucha que se vive en el corazón del acompañamiento espiritual. Otro verbo que surgió durante nuestra conversación fue “resonar”. Vibrar y resonar: dos palabras que tocan uno de los fundamentos del texto de Christian y del tipo de acompañamiento que propone, así como uno de los ejes principales de nuestra conversación: el “no-saber”. En efecto, acompañar escuchando de esta manera, intentando captar con sutileza aquello que aflora como inédito en el otro, “no se improvisa, pero tampoco se aprende en los libros”. Aquí entramos en el ámbito del no-saber, que implica lo que en teología se denomina una “actitud kenótica”, es decir, de renuncia o vaciamiento (literalmente, es el verbo "vaciar" que describe mejor esta postura). Sin embargo, es importante aclarar que este no-saber no implica una aversión ni un rechazo al conocimiento, sino más bien la convicción de que lo que sucede en una relación de acompañamiento —con su entrelazado de escucha y palabra— se despliega en estratos y dimensiones más profundas que las del saber formal. Esto ocurre particularmente “a través de resonancias” más sutiles y “vibraciones” casi imperceptibles, es decir, en un terreno que no es medible ni demostrable. Por lo tanto, esta experiencia no puede sistematizarse ni protocolizarse, aunque sí puede compartirse y reflexionarse con otros. Esas resonancias y vibraciones se perciben primero de manera intuitiva a partir del lenguaje: “Hay que buscar indicios en el lenguaje, en cómo vibra en mí. Se trata de aprender a reconocer en uno mismo lo que suena verdadero o falso. Esto ocurre más allá, o por debajo, de las palabras”. Esto está relacionado con lo que en filosofía del lenguaje se denomina la “enunciación”, es decir, una manera particular de articular las palabras, de conectarlas mientras se despliegan, de “ponerlas en música” unas con otras. “El acompañamiento consiste en escuchar lo que circula entre nosotros y cómo lo que circula nos hace vibrar. Se trata de una resonancia. ¿Suena verdadero? ¿Suena falso? ¿Cómo suena?”. Esta perspectiva nos recuerda que en el acompañamiento no es tanto el contenido de lo que se dice (el significado) lo que importa, sino lo que sucede en el espacio del encuentro, donde las palabras, los silencios y a veces las vibraciones casi imperceptibles (el significante) abren un camino hacia una vida más libre y más viva.

 

No es difícil imaginar que esta sensibilidad hacia lo inédito y lo inaudito del otro, comparada con prácticas contemporáneas de escucha, aparece como una “postura muy minoritaria frente a la fuerza de otros discursos mucho más niveladores, más tranquilizadores, más “psi” (con pretensiones científicas y datos probatorios)”. Por ello, no temamos afirmar que el acompañamiento espiritual no es una ciencia en el sentido tradicional, y que escapa a cualquier forma de aplicación o reproducción mecánica. Como dice Christian, lo que nos interesa en el acompañamiento “es precisamente aquello que no se reproduce”, lo que “escapa a las condiciones de laboratorio”. Nos encontramos en el espacio de la singularidad radical de cada sujeto, pero una singularidad en la que, paradójicamente, se halla “algo universal”: la posibilidad de habitar un espacio nuevo, de abrir nuevos horizontes en lo que constituye la verdad más profunda de cada persona.

 

Segunda vida y Buena Nueva

 

Para el acompañante y el acompañado, adentrarse en esta forma de escuchar, hablar y relacionarse —propia del acompañamiento espiritual— no está exento de riesgos, e incluso los confronta con una conflictividad inherente a los procesos internos de la vida. En efecto, penetrar en este espacio, donde se expresa y se escucha lo que escapa al “ya-sabido” y al “ya-dicho”, no significa entrar en un lugar seguro, protector, fuera de conflicto, que milagrosamente nos pondría a salvo del mundo, de nosotros mismos y de nuestras contradicciones, sino que implica, más bien, ponernos en camino por un camino que depende mucho de nuestra manera de habitarlo y de recorrerlo, y recorriéndolo darle una forma y un significado que no existe a priori, pero que nos corresponde crear. Inevitablemente, este proceso conduce a la intranquilidad y a la incomodidad, aunque últimamente lo que está en juego es el nacimiento del sujeto, llamado a nacer a sí mismo. Lo podemos sentir; en el trasfondo de estas reflexiones emerge la cuestión crucial de la responsabilidad del sujeto en su forma de asumir y habitar este espacio que se abre así poco a poco frente a él. En este sentido, Christian, citando al psicoanalista Willy Apollon, señala: “Cuando tocamos a este fondo, hay dos soluciones posibles: la creación (lo vemos, por ejemplo, con la palabra creadora de Genesis 1) o la violencia (el rechazo del otro en la violencia). En ese punto, es una u otra”. Estaríamos pues en el corazón de un “asunto vital donde se encuentran la vida y la muerte”.

 

En esta alternativa radical, estamos en el acompañamiento llamados a elegir la vida, es decir, a aventurarnos en esa “segunda vida” que sería la del sujeto que llega a sí mismo por el encuentro interior con esta “palabra viva”. Una palabra viva que, en su vida, insiste, aflora a veces, lo sorprende a menudo, al venir a desplazar, agrietar y descoincidir su existencia con las certezas y los prejuicios, los hábitos y los conocimientos adquiridos que fagocitan su vida, y finalmente impiden su “desarrollo”, su despliegue y su devenir. En la perspectiva de esta “segunda vida”, la “muerte” (la que verdaderamente se debe temer) ya no será considerada, como lo indica el relato de Génesis, como el final natural del curso de la vida, sino más bien como el resultado de una vida que busca constantemente “replegarse” sobre sí misma, para que nunca “desborde”, descoincidiendo con ella misma, con su red de certezas entumecidas, fruto de un “sistema” en el cual no puede suceder nada fundamentalmente nuevo.

 

Pero teológicamente, demos un paso más, proponiendo un vínculo fecundo entre, por una parte, la experiencia de esta segunda vida que sucede con la fisura y la descoincidencia, y, por otra parte, la experiencia de la “Buena Nueva” tal como se nos presenta en los Evangelios. En efecto, me indica Christian, desde un punto de vista teológico, esta operación de descoincidencia y de fisura de todo lo que en nosotros se encuentra fijado en certezas y seguridades, a favor de una segunda vida que corre el riesgo de la apertura al inédito, es típicamente el gesto y modo de ser que encontramos en Jesús. “Este es el paso de Jesús como Evangelio. Esto es lo que produce”. Jesús es aquí percibido, no como el dispensador del sentido, sino más bien como una instancia crítica que viene a reabrir juego y nuevas posibilidades en lo que está paralizado en nosotros, petrificado y roto por el miedo, el absurdo o la culpa (una segunda vida pues, que sucede en el corazón de nuestra vida por descoincidencia de esta vida). En esta misma línea, podemos pensar también en François Jullien que un día calificó a Jesús de “Súper Descoincidente”. Por su parte, Christian hablará de «Santa Fisura», pero en el fondo se trata de la misma postura existencial y relacional: “lo importante no es destruir el sistema, sino hacer espacio para la fisura”. De lo contrario, indica Christian, caemos en un “sistema mortífero que bloquea el acceso a la segunda vida”.

 

Una última palabra para concluir: la práctica del acompañamiento espiritual, tal como Christian nos lo propone, se basa pues en una sensibilidad a estos ecos y estas resonancias que se dan incluso en “la carne de las palabras”, a lo que en la palabra de otro puede abrir caminos insospechados de vida. Esto requiere, como él indica, una disposición a acoger lo que es inaudito e inédito, y por tanto a arriesgarse en una escucha que va más allá de lo “ya dicho”, “ya-sabido”, “ya-pensado”. Añadirá: “Atreviéndonos a explorar el espacio vacío y abierto de donde brota la segunda vida, se experimenta – “saborea” para usar una palabra muy ignaciana - la paz y la alegría verdaderas, duraderas, que no se confunden con ninguna satisfacción que proporcionan los “sistemas” de este mundo. Paz y alegría, vibraciones en lo más íntimo del ser, que son de alguna manera la firma autentificando el acceso a esta nueva vida”.

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