Y el cine creó a la mujer (Maps To The Stars)
Me gusta ese pequeño texto de Roland Barthes de 1975 donde se describe como un hombre que viene saliendo del cine; dice más o menos “quien les está hablando tiene que reconocer una cosa, que le gusta salir de los cines”: y ahí se encuentra con la calle iluminada, porque va al cine de noche, en un estado relajado, suave, apacible, irresponsable, readecuándose a la “realidad”, pero emergiendo de un estado hipnótico. “Y el poder que está percibiendo –agrega Barthes– entre todos los de la hipnosis (vieja linterna psicoanalítica que el psicoanálisis sólo trata con condescendencia), es el más antiguo; el poder de curación”.
O sea que hay mucho de catarsis en el cine para Barthes, de curarse de la dura realidad que te encandila a su salida, ya sea con las luces de la calle o la luz del sol si es de día. Pero catarsis hipnótica, catarsis que tiene mucho que ver también con el sueño, y el estado de salir de un sueño, de una caverna post-platónica donde se nos ha estado enseñando una suerte de montaje de sombras que más que obnubilar la realidad, la remarcan.
Antes del cine como técnica reproductiva, el cine como un profundo estado de embriaguez. Ahora todo lo que transcurre en la pantalla –sea el film un western, un melodrama, una peli de terror serie B o una superproducción hollywoodense–, para este cinéfilo que le gusta “salir” del cine, transcurrirá en ese primer estado cercano al sueño que, según Freud, entre otras cosas, es el “teatro de los actos reprimidos”.
Además, en el cine tenemos la posibilidad de mirar sin ser vistos mirar. De mirar sin ser mirados. De mirar sin culpa ni castigo. Y aunque Jan Svanmajer sostenga que hay una suerte de “dictadura” de la mirada por sobre el tacto, yo creo que la mirada es más abarcadora, que la mirada es una de las com(pulsiones) más inquietantes del sujeto. Y por más cinestesia que logre un film, la mirada, sí, impera.
Y he aquí la cuestión: quiero acercarme a un tipo de cine que pareciera ser muy particular, pero que para mi gusto impregna toda o casi toda la historia del cine. Es el cine y las estrellas, Maps to The Stars, como en la cinta de Cronenberg; el cine y la mujer y nuestra mirada –y la del que la creó para el ojo que la mira.
Porque antes de llegar a una concepción teórica y política, desde el punto de vista del género, la mujer emerge en el cine, ya desde Méliès, en todo el cine mudo, en la época dorada de Hollywood donde la aparición de una estrella, de una Pola Negri, una Greta Garbo, una Gloria Swanson, una Rita Hayworth, una Marlene Dietrich, una Audrey Hepburn y, sobre todo, una Brigitte Bardot o la más brillante en ese firmamento trágico: Marilyn Monroe –mucho más refulgente sería la palabra precisa–, en la pantalla de un director –Vadim o Billy Wilder– ya sea connotado, por lo clásico o lo transgresor, por protagonizar un drama, una comedia un filme noir.
Creo que uno de los primeros papeles de la star, de la mujer en el cine, fue no solo deslumbrar al espectador con el rostro, con los ojos –que no lo miraban a él fijamente, sino al mundo recreado en el film, y como de soslayo al cinéfilo–, también con la profusión de su cabello y, más tarde, con todo el cuerpo.
Mi discurso puede parecer acá –y de alguna manera lo es– falocéntrico, lo cierto es que el cine desde sus inicios fue no sólo un discurso patriarcal, sino y sobre todo, falocéntrico, porque las divas –no sólo norteamericanas, sino también francesas y alemanas– impregnaban la pantalla de deseo, de erotismo: y era un erotismo creado por productores, guionistas y directores. Pienso que en ese orden. Y todas aquellas “estrellas” alumbraban desde el firmamento del celuloide con distintas luces, no sólo deslumbrantes o inocentes, sino oscuras, perversas, siniestras, catastróficas, incluso.
Porque como estado hipnótico, como sueño, como caverna post-platónica el cine, y en particular la mujer en él, está construido en base a arquetipos, y esto no es positivo ni negativo: es, simplemente, una cuestión de psique, de cultura, de discursividad, de inconsciente, de época, de moral, y, sobre todo, de mirada en las dos acepciones más inmediatas de la palabra: de allí la chica inocente del western clásico –Grace Kelly en A la hora Señalada-, la femme fatale, y el delirante objeto de deseo de un gorila gigante abatido en el Empire State, porque, como decía el protagonista de King-Kong de Merian Cooper (1933), “A la bestia no la mataron los aviones, sino la bella” (la actriz Fay Wray).
Y también otras heroínas que retuercen más el asunto, las mujeres de Hitchcock, como en Vértigo y Psicosis, una imaginaria Kim Novak y la fugaz aparición de Janet Leigh. O la mujer que marca su presencia por la ausencia, como en Rebecca, con Joan Fontaine, que va padeciendo especularmente la densa presencia de su antecesora muerta; mujeres o arquetipos parecen surgir de lo más profundo del inconsciente más atormentado y brumoso. O las chicas rudas que comienzan a tomarse revancha de los patriarcas, pero también desde una mirada masculina trash, como las heroínas de Russ Meyer y su estética soft-core o de sexploitation, que te guste o no están ahí, o sus herederas más posmo, como las chicas de la road movie Thelma y Louise o de Baise-moi, dirigida por la dupla Virginie Despentes / Coralie Trinh Thi, censurada en pleno siglo XXI por el exceso de escenas de violencia y sexo. Ahora la violencia, la sexualidad y la venganza vienen ya de la mirada de unas directoras.
También hay violencia y mucha “testosterona” en los filmes de Kathryn Bigelow y también terror vampírico como en Near Dark. Sigo con las actrices: porque también el cine es cosa de enamorarse: Manuel Puig, más allá de su orientación sexual, era un enamorado de las actrices de la edad de oro hollywoodense. Ingmar Bergman, Woody Allen, Rainer Maria Fassbinder y Pedro Almodóvar crearon entrañables mujeres en el celuloide, ya sea con sus actrices fetiche u otras que de alguna manera surgieron de sus respectivas y desquiciadas imaginaciones. Persona de Bergman es la película más fémina que se ha filmado, diría yo. ¿Quién creó a Brigitte Bardot? ¿Dios o Roger Vadim?
Ahora bien, el cine no es sólo cuestión de estrellas, productores, guionistas, directores sino sobre todo de los hipnóticos espectadores. Más allá de la orientación sexual, como dije, creo, cada uno se ha enamorado de alguna actriz de cine: yo comencé amando, por razones masturbatorias, a Sofía Loren y a una de las primeras chicas Bond, Ursula Andress; pero ahora amo a aquellas actrices que finalmente encarnan a mujeres entrañables por su extrañeza y perturbadora belleza, como la que da el amour fou y las disfóricas y bizarras construcciones de ciertos personajes: así Beatrice Dalle la protagonista de Betty Blue o 37,2° Al amanecer; o la máscara que recubre el rostro de Alida Valli, en Le Yeux Sans Visage, tal vez la más hermosa película de terror que he visto o la más hermosa película que he visto y a la cual Almodóvar sin duda le rinde tributo en La piel que habito. O Lily Tylor sobre todo en su inquietante y perturbada performance de I Shot Andy Warhol, y su mujer vampiro y yonki en la película de Abel Ferrara Adicción, donde se da el lujo, y uno cómo lo goza, de chuparle la sangre a todo un departamento de Filosofía y Letras de una universidad gringa. Y la inquietante pareja de Mulholland Drive de David Lynch, con Naomi Wats y Laura Harrig, que sí tiene la estructura de un sueño –o de una pesadilla– o es en sí misma ya una pesadilla. Creo que Nynphomaniac de Lars von Trier es una peli profundamente femenina, donde Charlotte Gainsbourg enseña el erotismo y la sexualidad femenina a través de su cuerpo, sus gestos y su propio relato que van apoyando las bellas y también a veces violentas imágenes del director.
“Asunto de ojos: todo es cuestión de mirar y ser mirado”, escribe Octavio Paz. Y tiene razón, porque finalmente el espectador es quién crea su propia peli y su propia mirada erótica y fetichizada en la pantalla. Y ahora no hablo de las actrices de los filmes que acabo de recordar sino de sus mundos, esos mundos rezumantes de rizomas y de deseos, esos mundos deseantes y, las más de las veces, oníricos y abyectos, pero de una abyección sublime y apasionante, y femeninos más allá de donde se enfoque el ojo que mira y nos mira. Cintas muchas veces hechas a pulso, de bajo presupuesto, clasificadas como serie B, que por su extrañeza y apasionamiento, por su potencia transgresora y potencial erótico, terminan siendo pelis de culto. Y el amor que surge de estas féminas yace en eso: en la construcción de una imagen de la mujer que oscila entre el arquetipo y su deconstrucción, sea el director Fellini o Margarethe von Trotta, Passolini o Claire Denis.
Thomas Harris